lunes, 31 de mayo de 2010

Lencería

—Me encantan las bragas que llevabas; tú venías preparada por si pasaba algo, ¿eh?
—¡Oye, no! —simula escandalizarse—. Simplemente, me gusta ir decente.
—Venías indecente, que es como me gusta a mí.

domingo, 30 de mayo de 2010

Negociando

—¿Y si después de acostarme contigo no quiero volver a follar con mi marido?
—A ver, ¿en serio estás usando eso como argumento para que me parezca mala idea que follemos?

sábado, 29 de mayo de 2010

La nocturnidad y la alevosía

Escapando de la Noche en Blanco y de otros desatinos. Sentado a las puertas de una iglesia a las cuatro de la mañana. Bebiendo cerveza. Pensando que el tiempo lo cura todo, pero a mí me duele ahora. Escribiendo horas antes una declaración de amor en la pared. Un «te quiero» que es un adiós, una bofetada, un agravio. Te quiero, pero no puede ser. Te quiero, pero estoy solo en esto. Esto es lo que me mata, pasemos ahora a otra cosa. «¿Pero esto es para Babeth o para mí?», preguntó Alba al leerlo. Es para mí, pensé yo.

viernes, 28 de mayo de 2010

Autosuficiencia

«En tu mano está ser feliz», le habían dicho.
Él decidió masturbarse de manera compulsiva.

jueves, 27 de mayo de 2010

La nostalgia

La nostalgia ya no es lo que era. Antes se añoraba mejor.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Todos los poetas están muertos

Y mi salud ya no es la que era. Y no hay ningún pasado al que volver, pues la única constante ha sido tu ausencia. Y dejo mi vida enterrada bajo una capa arenosa de recuerdos mientras atravieso la noche. Y no hay nostalgia; también está enterrada.

martes, 25 de mayo de 2010

Principio

Frente a un banco, hablando con ella, que tiene que pagar alguna cosa. Le pregunto si ha ido ya al cine a ver El gran Lebowski. Es 1998. Todavía no he cumplido veinte años. Ella no ha cumplido los diecisiete. Me dice que sí, que le ha gustado mucho. Fue a verla con su novio, claro: un tipo de veintidós años bastante facha, aunque ella prefiere decir que es «de mentalidad clásica». Las mujeres y sus justificaciones, aunque todavía me queda mucho por aprender. Todavía no sé nada.
Intercambiamos algunas frases banales más y nos despedimos. Ya nos veremos por ahí, dice antes de entrar en el banco.
Está empezando el verano.

lunes, 24 de mayo de 2010

El vals

Y ella baila como si la vida se detuviera en los vericuetos de su danza, en los pliegues de su vestido ondulante, en sus pies danzarines, constantes en lo eterno.

domingo, 23 de mayo de 2010

Nueva crítica literaria

«Pescuezo» no puede ir en un poema, no es bello, hay que usar otras palabras más elevadas, me dice una noche que estamos leyendo en la cama. Debe de ser que esto no es un poema, pienso al día siguiente, cuando, sentados contra una pared, esperando a que llegue el autobús, me dice de pronto: tócame el coño.

sábado, 22 de mayo de 2010

Horror vacui

Forzarse a escribir y otros actos de autodisciplina para no volver a pensar en ti.
Mierda.

viernes, 21 de mayo de 2010

El gesto estético

Toda la vida escribiendo a las mujeres equivocadas. Claro que luego uno puede utilizar lo escrito para otra cosa. Publicarlo para que lo aprecien otros, por ejemplo. Ser práctico en el desamor. Reciclar el dolor. Rentabilizar lo perdido.

jueves, 20 de mayo de 2010

Para no publicar

En un bar. La chica le cuenta entre risas que, algunas noches, cuando está sola en la cama, no puede evitar pensar que nadie la va a querer. Él sonríe con disgusto y piensa que ahora mismo lleva en el bolsillo de la chaqueta ese libro en el que le publicaron una carta de amor que le escribió a ella. Qué tonta eres, amor, dice por fin.
Pero la verdad es que él tampoco es muy listo.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Haciendo cola

—¿Es usted el último? —pregunta una bella señorita.
—No siempre; soy un triunfador en diversos ámbitos —contesta el hombre.
—Me basta con saber que es el último de la cola.
—No seas así, que la historia no puede terminar tan pronto.
—¿Qué historia?
—Pues la nuestra, está claro —responde él con una sonrisa bajo su frondoso bigote.
—No tengo tiempo para historias, tengo mucho que hacer.
—Puede, pero eso será después, no ahora. Ahora en la cola no hay muchas opciones.
—Podríamos permanecer en silencio y mirar el techo. Todo un clásico —dice ella.
—Eso es tan aburrido, querida. Mejor sería amarnos brevemente y luego seguir con nuestras vidas. Me llamo Arturo, por cierto.
—Yo me llamo Angustias, pero no veo claro eso de amarnos.
—Eso es porque no eres vidente.
—¿Y usted sí?
—No, yo soy un señor con bigote.
—¿Y eso es una profesión?
—Más que eso: es una forma de vivir, una filosofía. No está al alcance de cualquiera ser un señor con bigote, hay que esforzarse para conseguirlo. Yo tuve que estudiar mucho, pero obtuve un bigote cum laude, como puedes ver. Pertenezco a una hermandad milenaria: la de los señores con bigote, casi un gobierno en la sombra.
—¿Y los señores con barba?
—Esos son todos unos subversivos y disolutos. No son de fiar. Sobre todo los que tienen barba sin bigote: marinos y sodomitas.
—Nunca hubiera imaginado que el vello facial fuera de tanta importancia.
—Hay tantas cosas de las que no se percata la gente.

martes, 18 de mayo de 2010

La libertad

La Multinacional demandó al pequeño estado porque las leyes de éste impedían el capitalismo salvaje. «Se vulneran los derechos como persona jurídica de mi cliente», alegó el abogado de la Multinacional en el juicio. El presidente del pequeño estado contestó que era el parlamento quien decidía las leyes, no las multinacionales. «¿Ha oído, señoría?», preguntó el abogado de la Multinacional, «¡se legisla en contra de las minorías!». Luego añadió que a su cliente se le discriminaba por su poderío económico, lo que era claramente una práctica estalinista. El presidente respondió que la legislación era justa e igualitaria. «Mentira», gritó el abogado, «¿qué pasa con los derechos humanos básicos de mi cliente? Derecho al despido libre, derecho a la objeción de conciencia en lo referente a las medidas de seguridad en el trabajo, derecho a alargar la jornada laboral de forma indefinida. El estado se muestra intolerante ante todo esto e insiste en imponer sus ideas sectarias, cuando mi cliente sólo quiere que se respete la libertad empresarial».

lunes, 17 de mayo de 2010

Poesía

—¿Te gusta Pedro Salinas?
—Yo siempre he sido más de Julio.

domingo, 16 de mayo de 2010

Plegaria

Creo en la Verdad Revelada que es tu cuerpo desnudo. Creo en tu Voz guiándome a través de este desierto. Creo en la luz de tus ojos en esta larga noche. Creo en el camino que asciende por tus piernas. Creo en encomendar mi espíritu en tus manos y mi cuerpo entre tus piernas. No creo en nada más.

sábado, 15 de mayo de 2010

Por qué te dije que no volvieras

Soñé que aún estaba vivo y era domingo y llovía. Soñé que llevaba diez años casado con la misma mujer. Soñé que había vuelto a un lugar donde fui feliz, pero ya no había sitio para mí. O yo era otro, ya no aquel. En cualquier caso, me marché y dejé la puerta abierta para que alguien pudiera ocupar mi lugar.
Soñé que luego estaba en una cafetería con otra mujer, a la que decía que su cuerpo le sentaba muy bien al alma. Soñé que ella se reía y me contestaba que siempre igual, siempre igual, que cuándo iba a cambiar. Soñé que no supe qué decir.
Soñé que la vida volvía a empezar, de pronto, suavemente, como si no pudiera ser de otra manera.

viernes, 14 de mayo de 2010

Amélie en el infierno

Abre los ojos Amélie y no ve más que un paisaje infernal. ¿Qué ha pasado, cómo he llegado aquí?, se pregunta con candidez. Y de pronto lo recuerda: metió la mano en las lentejas, pero no cuando estaban en un saco, como siempre, sino que esta vez quiso probar cuando estaban en la olla, al fuego. Craso error, pues sufrió quemaduras de tercer grado en la mano. Recuerda que acudió al hospital, donde le dieron vitaminas y la vacuna contra la gripe A (puesto que les sobraba), y que falleció finalmente al infectarse la herida. Qué muerte tan poco bonita, piensa.
Echa a andar Amélie por el infierno hasta que llega al Estigia, donde un huesudo Caronte, sentado en su barca, la mira con gesto hostil.
—Al pasar la barca, me dijo el barquero: las niñas bonitas no pagan dinero —canturrea la ingenua francesita.
—Sería otro barquero —responde Caronte, que extiende la mano.
Amélie mira en su bolso, pero sólo lleva canicas y confeti, bagatelas que pocas veces son consideradas dinero de curso legal. Y menos en el infierno. Finalmente, después de mucho regatear, se desprende de los pendientes y de la ropa interior, pues el anciano Caronte está hecho un viejo verde.
Navegan en silencio por el río de los muertos. Se detienen en un embarcadero y Caronte le indica que siga siempre el camino de baldosas negras. Amélie camina, pues no hay más opciones. Al rato, se topa con Saddam Hussein, que pide limosna al borde del camino. Amélie le da una canica. Saddam protesta agriamente, así que ella le arroja algo de confeti a la barba. Esto confunde al viejo dictador.
—Yo no tendría que estar aquí —gimotea al fin.
—¿No tuviste un juicio justo? —pregunta ella.
—Si maté a todos esos kurdos fue por error. Yo pensaba que ellos querían ser asesinados. ¿Quién podía imaginar lo contrario?
—No seas tan duro contigo, ya no puedes arreglarlo. Sé positivo.
—¿Positivo? ¿Condenado al infierno eternamente?
—Piensa en todo el tiempo libre que tienes ahora. ¿No tienes algún hobby?
—Bueno, me gusta pescar.
—Seguro que el Estigia está lleno de peces.
—No creo. De peces muertos, en todo caso.
—Mejor, así no los tienes que matar después de pescarlos —dice ella con una gran sonrisa.
—Eres una chica muy rara —contesta él.

jueves, 13 de mayo de 2010

La boina

—Perdone, señorita, pero tiene que quitarse eso que lleva en la cabeza.
—¿Las mechas?
—No, ese gorro.
—Ah, mi boina sideral.
—Lo que sea.
—No puedo quitármelo, es un símbolo de sumisión a mi dios.
—Como si es un símbolo de exaltación del dolor de juanetes: las normas son para todos.
—Imposible, necesito la boina para protegerme de los rayos X que tienen los hombres en los ojos.
—¿Cómo dice?
—Gracias a ella, no pueden verme desnuda. Ni violarme, que sería la reacción lógica y razonable.
—Lo que usted diga, pero aquí se tiene que quitar la boina. Y más siendo un símbolo religioso.
—Pero eso sería ofender a mi dios.
—Pues que su dios presente una queja en la ventanilla A-7.
—Dios no actúa así. Me castigaría a mí después de muerta. ¿Es que no entiende que ahora mismo me está vigilando? Está aquí, pendiente de mi fe.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—Dios está en todas partes. Está por toda la habitación.
—¿En pedacitos? ¿Oculto en los rincones? ¿Se esconde en las grietas como las cucarachas?
—No sea blasfemo. Dios está, pero no se le ve. Ni se le oye. Ni se le huele. Pero está.
—Ya veo. ¿Y qué utilidad práctica tiene ese dios?
—Ninguna, Dios es algo trascendente. Oculto. Y tengo que servirle y ser una mujer obediente. Lo dice un libro que tengo en casa.
—Y llevar una boina para que no la violen, ¿no?
—Exactamente.
—Espere, tengo que consultar con mi supervisor si la enfermedad mental exime del cumplimiento de las normas.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Dios en el diván

—Soy un psicópata, doctor.
—Eso lo tengo que decidir yo, no se precipite.
—Pero es que es verdad. Soy el primer terrorista de la historia. Todos los primogénitos de Egipto asesinados sólo porque yo así lo quise. La responsabilidad es sólo mía, pues yo sabía perfectamente que ningún gobierno puede ceder a un chantaje terrorista. Podría haber usado mi omnipotencia para teletransportar a todos los judíos fuera de Egipto, pero no. Yo quería que corriera la sangre, una demostración de fuerza. ¿Será que estoy acomplejado, doctor?
—Es pronto para diagnósticos.
—Siempre lo soluciono todo así, no soy capaz de respuestas sutiles. Arrasar ciudades enteras, diluvios universales, plagas. Pero yo lo que busco es amor. Quiero que me quieran. Y no lo hacen. Siempre están dispuestos a rendir culto a otras deidades. O a ninguna, esos son los peores. ¿Por qué no me quieren? No entienden que si los masacro es por su bien.
—Veamos. Usted considera que la gente le debe algo, ¿no es así? Concretamente, amor. O admiración, si lo prefiere.
—Eso es. Yo, que soy el que soy. Yo, que soy el Alfa y el Omega. Yo, que soy amor. Si les he creado es para que dediquen su vida a mí, a nada más.
—¿Y el libre albedrío?
—Lo tienen, se lo he dado yo. Y leyes durísimas que están obligados a cumplir.
—¿No es eso contradictorio?
—En absoluto. Son libres de elegir: una vida de sumisión o tortura eterna.
—¿No le parece algo injusto?
—Puede. No, poco es para lo que se merecen. No sé, doctor, no me controlo. A veces estoy lleno de odio. Luego, de pronto, quiero a todo el mundo. Pero siempre estoy receloso, nunca estoy contento, siempre quiero más. No me entiendo, ¿sabe? Creo que soy bipolar o pasivo-agresivo o qué sé yo. Pero es que mis caminos son inescrutables, claro, que es lo que digo yo siempre para excusarme.
—Bueno, relájese. Hablemos ahora de su padre.
—Sí, ahí quería yo llegar.

martes, 11 de mayo de 2010

El partido

—Un grupo de prehistoriadores ha confirmado que primero fue la nada —informa el presidente del partido en la reunión de cada año—. Esa nada a la que volvemos a paso de gigante porque no gobernamos nosotros.
—Habrá que hacer algo —proclama el líder de las juventudes del partido—. Engatusar a los ciudadanos para que nos voten a nosotros, que conduciremos el país por la senda correcta de las buenas costumbres y los valores del pasado. Hacia adelante con la mirada puesta atrás, ése ha de ser nuestro lema.
—Todo está ya inventado —responde una política de mediana edad—. Haría falta una campaña novedosa para llamar la atención y destacar entre tanto anuncio de bebidas refrescantes, coches y detergentes del futuro.
—Podríamos prometer recortes de impuestos para los que se afilien a nuestro partido —propone el líder juvenil—. Apelemos al egoísmo de la gente, que se afiliará por si acaso ganamos.
—Si ganamos, también podríamos deportar a los afiliados de otros partidos —se anima el presidente.
—Quizá sería pernicioso para la economía —arguye un señor con gafas.
—Con esa actitud tan negativa no vamos a ninguna parte —replica el presidente.

lunes, 10 de mayo de 2010

De la vida

Un escenario en mitad de la nada y un hombre subido a él.
—He amado hasta donde me han dejado. Hasta esta línea dibujada con tiza en el suelo. Luego ya no ha habido tiempo ni espacio para nada más.
Entra una mujer.
—Yo, que tantos corazones he roto por la noche —dice ella—. Los arrojaba al suelo y se rompían en mil pedazos. Sonaban como gotas de lluvia contra la ventana.
Entra el verdugo.
—Han pasado tantas vidas por mis manos —declama el verdugo—. Y las apagué como se apagan velas con los dedos. Pero era necesario. Era necesario poner punto final a tantas páginas emborronadas de desatinos. La vida ha de ser algo ordenado, con una trama que se pueda seguir fácilmente. No a la existencia entendida como literatura anarquista. No a un caos de días y noches sin objeto.
Entra la muerte.
—He abrazado a tantos —explica con calma—. Hay sitio en mis brazos para todos. Para todos tengo una mirada, como muy bien dijera Pavese. Soy la madre amantísima del mundo.
Entra Dios.
—Yo sólo existo en la imaginación y no tengo nada que decir —confiesa.
Cae el telón.

domingo, 9 de mayo de 2010

Una pertinaz tristeza

En el tren escucho a una mujer preguntándole a su hijo: «¿te ha gustado el médico?». «No», responde el niño en un ejercicio de sinceridad infantil. Qué bien le entiendo, pienso yo. El médico, al fin y al cabo, es un extraño que invade nuestra intimidad y que finalmente nos dice algo que no sabemos de nosotros mismos. Nos revela lo oculto, como un vidente, pero pocas veces será una predicción como «conocerá a una misteriosa morena con la que vivirá una bonita historia de amor», sino que suele parecerse más a «se embarcará en un negocio ruinoso y acabará en la calle». El médico nos juzga y luego nos absuelve o nos condena. Quizá yo por eso a veces trato de engañar al mío para que dictamine que tengo buena salud, como si bastara que él lo diga para que sea verdad.
Pensando en todo esto, se me ocurre una historia de un hombre que llega a la consulta de su médico aquejado de una pertinaz tristeza. El doctor le examina y le explica que poco se puede hacer, pues se trata de una condición crónica con la que tiene que aprender a vivir. El hombre suplica, explica su buena conducta (sus buenos hábitos) y le ruega al doctor que no sea tan duro con su diagnosis y que le reduzca la condena. Pero el médico contesta: «no puede ser, siga los cauces habituales, presente su apelación a la enfermera».

sábado, 8 de mayo de 2010

Mandarinas y otras armas arrojadizas

De ti me llevé una enfermedad que me tuvo en cama dos semanas, cuatro noches para una novela rota, un barquito de papel permanentemente naufragado en el escritorio, un trasplante de corazón que quizá funcionó.
Me llevé también un principio de enfisema de tanto fumar contigo, una emoción no contenida al recordar tus pasos de baile insinuados en cada movimiento, meses de anhelo, cruzar la calle como un kamikaze por disimular tu ausencia.
Me llevé, en fin, este deseo, esta falta de aire (enrarecido), este silencio, esta pena.

viernes, 7 de mayo de 2010

Para Jerome, con amor y sordidez

«Escribir es estar muerto, pero disimulando», me dice Salinger en un parque. Yo disimulo, aunque creo que no estoy muerto, pero sí escribiendo esto mentalmente. Como parece que espera una respuesta por mi parte, finalmente digo que escribir en España puede ser llorar, morir o beber, según se le pregunte a Larra, Cernuda o Leopoldo María Panero. Salinger se encoge de hombros, que no sé si es una manera de decirme que no le interesa o bien que no sabe qué decir. Me decanto por lo segundo, en un ejercicio de optimismo.
«¿Y cómo es la muerte?», le pregunto para romper el silencio y enseguida me parece una estupidez, como si le hubiera preguntado a qué sabe la muerte o algo así. Por un momento creo que Salinger me va a contestar que la muerte sabe a fresa, pero no llega a pasar. Tan sólo me recita unos versos enigmáticos: «la vida pasa lenta / como un petrolero / e igual de absurda». «Qué bonito», digo, pero por decir algo, que a saber a qué se refería con eso. «No es mío, se lo he escuchado a Ezra Pound esta mañana», responde, y señala con el dedo a otro banco, donde están sentados Pound y E. E. Cummings. Se me ocurre entonces que quizá la muerte para los escritores anglosajones es un parque, un parque en medio del infierno, pero no le digo nada a Salinger, que se levanta para jugar a la petanca con William Burroughs, Norman Mailer y Samuel Beckett.

jueves, 6 de mayo de 2010

El perfecto anfitrión

Así que la muerte se ha instalado en la ciudad, en el hotel Excelsior, donde cada noche celebra una cena de gala a la que son invitadas las más altas personalidades, que acuden con el temor marcado en el rostro. «Qué hacer», se preguntó el señor embajador de Alemania antes de presentarse por primera vez, «enemistarse con la muerte no es la decisión más inteligente que se puede tomar en esta vida, pero compartir con ella cocochas parece también arriesgado». Sin embargo, los comensales reconocen que el trato es exquisito, que la muerte es un tipo encantador que trata a sus invitados con el donaire y cortesía que merece gente de tan alto copete. Siempre tiene palabras amables para todos: galanterías para las damas, parabienes para los caballeros.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La muerte en primicia

«Falleció ayer, siete de junio de 2009, a la edad de treinta y cuatro años, Bernardo Rojo Carmona. Amigo leal y trabajador incansable, no deja mujer ni hijos. Sus compañeros del hotel Buena Victoria ruegan un responso por su alma». Así rezaba la esquela que leí en el periódico. Esto en principio no sería algo destacable, si no fuera porque Bernardo Rojo Carmona era yo y leer tu propia esquela quizá no sea lo más habitual. El hecho de estar en el sofá leyendo el periódico me hacía sospechar que gozaba de buena salud, a pesar de que el diario afirmara lo contrario y su trayectoria como diario serio fuera inmaculada. No, yo no estaba muerto, me dije, esto era un error periodístico, una información mal contrastada. Hay que verificar que el difunto está efectivamente muerto antes de anunciar su fallecimiento; evita complicaciones.
Llamé a la redacción del periódico. Me atendió un amable redactor que se tomó muy bien que un muerto le hablara por teléfono. Le dije que habían publicado una esquela anunciando mi muerte y, como podía comprobar al oír mi voz, yo seguía vivo. Con una calma envidiable, me contestó que quién le demostraba a él que yo era el fallecido. «Podría ser usted un bromista», adujo. Quise demostrar mi identidad dando mi número de la seguridad social, pero me explicó que él no era policía, que no conocía esos datos y no tenía manera de contrastarlos conmigo. Luego añadió que difícilmente podía ser la esquela un error, pues había una noticia referente a mi óbito en la sección de sucesos. «Me parece que eso deja claro que la muerte del tal Bernardo Rojo Carmona está correctamente verificada», concluyó.
Colgué y abrí el periódico por la sección de sucesos. Era cierto, había una breve crónica que informaba de mi suicidio. Al parecer, a primera hora de la tarde, después de subir las maletas de unos clientes y no recibir propina, me había arrojado al vacío por una de las ventanas del hotel. Mi cadáver había quedado irreconocible, pero había sido fácil determinar que era yo, pues el uniforme de botones me delataba (los otros botones demostraron fácilmente que no se trataban de la víctima al no encontrarse estampados en el asfalto).
Esto no podía ser, era absurdo. Recordaba que me había frustrado no recibir propina después de cargar con esas maletas tan pesadas (y más estando el ascensor averiado), ¿pero de ahí a tirarme por la ventana? No soy un tipo tan visceral. Además, si aquello fuera cierto, no estaría en casa planteándomelo, sino en la morgue. No, sin duda se trataba de un error. Quizá algún loco se había suicidado con un uniforme de botones robado. O quizá era algún botones de otro hotel que pretendía desacreditarnos con su sacrificio. Pero nadie es tan estúpido como para llevar la lealtad laboral a esos extremos, así que descarté enseguida esto último.
En cualquier caso, no recordaba ningún revuelo y es evidente que una tragedia así no pasa desapercibida. Tal vez el suicidio sucedió justo después de marcharme, porque lo cierto es que me había marchado pronto a casa debido a que no me encontraba bien. Eso explicaría que, en mi ausencia, me tomaran por el tipo estrellado en el suelo.
Reflexionando acerca de todo esto, encendí el televisor y puse las noticias con la esperanza de que hablaran de mi falsa muerte. Tuve suerte (una suerte relativa, claro); después de informar de la política nacional, pasaron a hablar de las tragedias cotidianas. Entre ellas, la mía. Decían que el día anterior se había suicidado el empleado de un hotel. Comentaron brevemente el estrés del trabajo y salió mi amigo Felipe, que dijo que yo era un buen tipo y que nunca había dado señales de estar deprimido. Luego enfocaron un cuerpo en la calle, tapado con una sábana blanca. Era yo, sin duda: mi brazo izquierdo estaba descubierto y pude reconocer un lunar que tengo junto al codo.
Estaba muerto, lo decía incluso la tele.
Comprendí por fin que estaba intentando enmendar el error de forma incorrecta. Hice entonces lo que debía: me puse el uniforme de botones y regresé al hotel. Antes de saltar por la ventana, imaginé cómo sería la esquela del día siguiente: «Volvió a fallecer ayer, ocho de junio de 2009, a la edad de treinta y cuatro años, Bernardo Rojo Carmona. Amigo leal y trabajador incansable, no deja mujer ni hijos. Sus compañeros del hotel Buena Victoria ruegan que esta vez sea la definitiva».

martes, 4 de mayo de 2010

La cadena

Dice Richard Dawkins que si estamos aquí es porque somos increíblemente afortunados, pues formamos parte de una larga cadena ininterrumpida de seres humanos que han logrado reproducirse. Voy pensando esto en el autobús, junto a otros seres humanos que son eslabones de otras cadenas. Yo, que no me he peinado hoy antes de salir de casa, soy un milagro de la vida, un ser improbable que desciende de humanos que han conseguido siempre transmitir su código genético. Da que pensar. Da vértigo, incluso, así que le pido a una señora que se levante y me ceda el asiento. La señora me mira con sumo disgusto y dice que ya no se respeta nada. Puede que no, pienso yo, pero tenga en cuenta que me flaquean las piernas por lo afortunado que soy de estar aquí de pie. Yo soy y otros no son. Lo que no es, no es. Lo que es, no puede no ser. Y viceversa. Pero no le hablo de estas cuestiones metafísicas a la señora, claro. Sólo le robo el asiento, lo que también me parece un triunfo biológico.

lunes, 3 de mayo de 2010

As time goes by

Aquella mañana era 1965 en Guildford, Inglaterra, así como en el resto del planeta, pero el físico William Brown tenía una opinión distinta. ¿Y si no?, se preguntaba mientras se llevaba otra cucharada de cereales con leche a la boca. ¿Y si estos cereales existen también en otros planos espaciotemporales? ¿Y si ahora mismo están en la boca de otro hombre, en otra época?
Llamó a su ex mujer para consultarle estos pensamientos revolucionarios, pero nadie contestó el teléfono. ¿Y si no está en casa porque se encuentra en otro plano espaciotemporal, donde las leyes morales son otras?, se preguntó.
¿Y si la gente sale y entra en los distintos universos sin que nadie se dé cuenta?, se planteó mientras paseaba al perro por el parque. Podría ser que ese niño que juega con la cometa se interne dentro de cinco minutos en otro universo y nunca más aparezca en este en el que vivo yo. ¿Adónde va la gente que no volvemos a ver nunca más? Todos esos extraños con los que nos cruzamos inadvertidamente en la calle. Esa gente que nos presentan una noche en un bar y cuyo nombre olvidamos a los cinco minutos. ¿Y si son espías de universos malignos a los que informan de todos nuestros movimientos? Quintacolumnistas de universos paralelos. ¿Y si las desapariciones que se denuncian a la policía tienen una explicación más siniestra? ¿Y si se tratan de traidores que se han pasado al enemigo? O quizá son personas inocentes que han sido secuestradas por los paralelos.
¿Y si los paralelos observan mi sueño?, se preguntó una noche en la que no lograba dormirse. ¿Y si las ventanas de las casas de algún universo dan a mi dormitorio? ¿Y si me asomo al armario y de pronto veo el mismo horizonte que ellos? ¿Y si leen mis pensamientos con la misma claridad con que yo los enuncio? Quizá los publican en sus periódicos, en primera plana.

domingo, 2 de mayo de 2010

El futuro

Yo no veo el futuro, no soy vidente —dice el hombre—; tampoco lo leo, pero un vecino mío sí lo hacía: leía el futuro en las novelas de Emilio Salgari. Yo, caballero, soy oyente, oigo el futuro en los pasos de la gente. En el andar de una persona está escrito su porvenir. O grabado, más bien; es como sentarse a escuchar un disco. También puedo oírlo en las estrellas, pero me cuesta más, el sonido me llega desde muy lejos. Es como una radio con el volumen muy bajo. Aunque lo cierto es que es muy bonito dormirse arrobado por el sonido tenue de todos esos futuros aún por vivir.

sábado, 1 de mayo de 2010

Y por eso creo en el infierno

Treinta días, setecientos días, dos mil quinientos días en una casa habitada por mis fantasmas. Y nada más que tiempo en las ventanas, empañadas. La vida es como la muerte, pero con mejores vistas, le digo a la chica, que no está. Tanta metafísica para no estar, me quejo. Tanta poesía para acabar disimulando el amor. Pero aquí no podemos vivir, añado luego. Con esos ojos tan grandes que tienes, que ocupan toda la habitación. Dónde vamos a meter los muebles, nena. Y otras cosas que le digo —aprovechando que sigue sin estar por aquí—, porque amar es exagerar, enmendar el mundo con hipérboles desaforadas. El amor (o el humor) como pinceladas de vida. O algo así.
Claro que tampoco hay amor. Ni intimidad. La pena es pública, pero no compartida. La pena es personal e intransferible. Hay que cumplir la pena, dice alguien, pero a mí me parece que mejor sería incumplirla y perseguir entelequias con alegría. Aunque estemos hechos de heridas mal cerradas y de recuerdos gangrenados. Porque es tan bonito llevarle la contraria a la vida. Es como la carga de la Brigada ligera, como subir al cadalso cantando, como la Danza de los espíritus.
Pero no importa; hoy la vida es como siempre. Y tú y yo tenemos tantas cosas que decir(nos), pero el mundo queda tan lejos, niña. Tendría que escribir contigo, vivir contigo, perder el tiempo juntos a manos llenas. Pero ya no sé, ya no puedo.