sábado, 1 de mayo de 2010

Y por eso creo en el infierno

Treinta días, setecientos días, dos mil quinientos días en una casa habitada por mis fantasmas. Y nada más que tiempo en las ventanas, empañadas. La vida es como la muerte, pero con mejores vistas, le digo a la chica, que no está. Tanta metafísica para no estar, me quejo. Tanta poesía para acabar disimulando el amor. Pero aquí no podemos vivir, añado luego. Con esos ojos tan grandes que tienes, que ocupan toda la habitación. Dónde vamos a meter los muebles, nena. Y otras cosas que le digo —aprovechando que sigue sin estar por aquí—, porque amar es exagerar, enmendar el mundo con hipérboles desaforadas. El amor (o el humor) como pinceladas de vida. O algo así.
Claro que tampoco hay amor. Ni intimidad. La pena es pública, pero no compartida. La pena es personal e intransferible. Hay que cumplir la pena, dice alguien, pero a mí me parece que mejor sería incumplirla y perseguir entelequias con alegría. Aunque estemos hechos de heridas mal cerradas y de recuerdos gangrenados. Porque es tan bonito llevarle la contraria a la vida. Es como la carga de la Brigada ligera, como subir al cadalso cantando, como la Danza de los espíritus.
Pero no importa; hoy la vida es como siempre. Y tú y yo tenemos tantas cosas que decir(nos), pero el mundo queda tan lejos, niña. Tendría que escribir contigo, vivir contigo, perder el tiempo juntos a manos llenas. Pero ya no sé, ya no puedo.

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