miércoles, 5 de mayo de 2010

La muerte en primicia

«Falleció ayer, siete de junio de 2009, a la edad de treinta y cuatro años, Bernardo Rojo Carmona. Amigo leal y trabajador incansable, no deja mujer ni hijos. Sus compañeros del hotel Buena Victoria ruegan un responso por su alma». Así rezaba la esquela que leí en el periódico. Esto en principio no sería algo destacable, si no fuera porque Bernardo Rojo Carmona era yo y leer tu propia esquela quizá no sea lo más habitual. El hecho de estar en el sofá leyendo el periódico me hacía sospechar que gozaba de buena salud, a pesar de que el diario afirmara lo contrario y su trayectoria como diario serio fuera inmaculada. No, yo no estaba muerto, me dije, esto era un error periodístico, una información mal contrastada. Hay que verificar que el difunto está efectivamente muerto antes de anunciar su fallecimiento; evita complicaciones.
Llamé a la redacción del periódico. Me atendió un amable redactor que se tomó muy bien que un muerto le hablara por teléfono. Le dije que habían publicado una esquela anunciando mi muerte y, como podía comprobar al oír mi voz, yo seguía vivo. Con una calma envidiable, me contestó que quién le demostraba a él que yo era el fallecido. «Podría ser usted un bromista», adujo. Quise demostrar mi identidad dando mi número de la seguridad social, pero me explicó que él no era policía, que no conocía esos datos y no tenía manera de contrastarlos conmigo. Luego añadió que difícilmente podía ser la esquela un error, pues había una noticia referente a mi óbito en la sección de sucesos. «Me parece que eso deja claro que la muerte del tal Bernardo Rojo Carmona está correctamente verificada», concluyó.
Colgué y abrí el periódico por la sección de sucesos. Era cierto, había una breve crónica que informaba de mi suicidio. Al parecer, a primera hora de la tarde, después de subir las maletas de unos clientes y no recibir propina, me había arrojado al vacío por una de las ventanas del hotel. Mi cadáver había quedado irreconocible, pero había sido fácil determinar que era yo, pues el uniforme de botones me delataba (los otros botones demostraron fácilmente que no se trataban de la víctima al no encontrarse estampados en el asfalto).
Esto no podía ser, era absurdo. Recordaba que me había frustrado no recibir propina después de cargar con esas maletas tan pesadas (y más estando el ascensor averiado), ¿pero de ahí a tirarme por la ventana? No soy un tipo tan visceral. Además, si aquello fuera cierto, no estaría en casa planteándomelo, sino en la morgue. No, sin duda se trataba de un error. Quizá algún loco se había suicidado con un uniforme de botones robado. O quizá era algún botones de otro hotel que pretendía desacreditarnos con su sacrificio. Pero nadie es tan estúpido como para llevar la lealtad laboral a esos extremos, así que descarté enseguida esto último.
En cualquier caso, no recordaba ningún revuelo y es evidente que una tragedia así no pasa desapercibida. Tal vez el suicidio sucedió justo después de marcharme, porque lo cierto es que me había marchado pronto a casa debido a que no me encontraba bien. Eso explicaría que, en mi ausencia, me tomaran por el tipo estrellado en el suelo.
Reflexionando acerca de todo esto, encendí el televisor y puse las noticias con la esperanza de que hablaran de mi falsa muerte. Tuve suerte (una suerte relativa, claro); después de informar de la política nacional, pasaron a hablar de las tragedias cotidianas. Entre ellas, la mía. Decían que el día anterior se había suicidado el empleado de un hotel. Comentaron brevemente el estrés del trabajo y salió mi amigo Felipe, que dijo que yo era un buen tipo y que nunca había dado señales de estar deprimido. Luego enfocaron un cuerpo en la calle, tapado con una sábana blanca. Era yo, sin duda: mi brazo izquierdo estaba descubierto y pude reconocer un lunar que tengo junto al codo.
Estaba muerto, lo decía incluso la tele.
Comprendí por fin que estaba intentando enmendar el error de forma incorrecta. Hice entonces lo que debía: me puse el uniforme de botones y regresé al hotel. Antes de saltar por la ventana, imaginé cómo sería la esquela del día siguiente: «Volvió a fallecer ayer, ocho de junio de 2009, a la edad de treinta y cuatro años, Bernardo Rojo Carmona. Amigo leal y trabajador incansable, no deja mujer ni hijos. Sus compañeros del hotel Buena Victoria ruegan que esta vez sea la definitiva».

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