jueves, 15 de octubre de 2009

La soledad

Acudí a la agencia matrimonial Anschluss SA con la esperanza de hallar la mujer adecuada para mí. Me recibió en el vestíbulo una amable secretaria que me tomó los datos y luego me hizo pasar a un cuarto en el que esperaba uno de los consejeros matrimoniales de la empresa. Así que busca usted una mujer, me dijo. Yo asentí con timidez. Perdedor, me pareció que musitaba el hombre; luego me preguntó que con qué fin la buscaba, si esperaba que el mío fuera un matrimonio tradicional o bien una relación abierta por la que pasarían otras personas, como en la consulta de un médico. O de una agencia matrimonial, añadió con una risotada. Yo ignoré sus comentarios sarcásticos y le dije que buscaba una mujer lo suficientemente atractiva como para despertar junto a ella cada mañana sin desear estar muerto y que mis intenciones eran honestas y legítimas. Quiero un amor como los de antaño: romántico y especial. ¿Le parece romántico elegir una mujer de un catálogo?, preguntó él. Es al menos más original que lo que hacen mis amigos, que las buscan en los bares, respondí. En los bares sólo hay camareras y putas, concedió él.
Me preguntó después por mis gustos. Soy un hombre de gustos sencillos, contesté yo, me gustan los amaneceres por la mañana y las puestas de sol por la tarde. Él lo apuntó en un formulario y acto seguido quiso saber mis preferencias sexuales. ¿Misionero o a cuatro patas? ¿Vaginal o anal? ¿Masoquismo o sadismo? ¿Beso negro o beso blanco? Todo eso era importante, me explicó, no querían juntar en un matrimonio desgraciado a un depravado y una mojigata, o viceversa, pues el secreto de un matrimonio exitoso se encuentra en unos cimientos fuertes, y los cimientos del amor son las cuatro patas de la cama. O de la mesa del comedor. Como el experto era él, no le discutí nada.
Luego me tendió una serie de catálogos donde venían las chicas clasificadas por nacionalidades. Escogí el de rusas, pues me apasiona la literatura de ese país. Me gustó mucho una pelirroja de grandes pechos que respondía al nombre de Ludmila, pero el agente matrimonial me la desaconsejó tras consultar la base de datos, ya que resultó que la chica era una pedófila y yo había declarado mi intención de tener hijos en el futuro. Finalmente me quedé con Irina, una rubia de ojos azules, aunque no fuera demasiado sofisticado por mi parte.
¿Y ahora qué?, pregunté, ¿nos prepararán una cita para que nos conozcamos? ¿Me darán su número de teléfono para que lo haga yo? ¿Me llamará ella? Nada de eso, repuso él, nosotros creemos en una aproximación psicológica al fenómeno del amor; es decir, que la secuestraremos sin previo aviso y la encerraremos en su casa con usted, para que el síndrome de Estocolmo haga su trabajo. Si todo sale bien, en dos semanas le tendrá cariño y al cabo de un mes le amará locamente, que es de lo que se trata.
A mí me pareció bien, la verdad, era un método heterodoxo y yo siempre he sido un tanto iconoclasta en lo que respecta a las costumbres sociales y la moral dominante. Me despedí con una sonrisa sincera del consejero matrimonial y su secretaria y salí a la calle. Era primavera y la ciudad estaba engalanada de luz, transeúntes y niños en el parque.

No hay comentarios: