domingo, 7 de diciembre de 2014

La producción

—Señor director, dice el cura que no da su permiso para que rodemos la escena 21. Que lo que hacen los personajes es pecado —anuncia Martínez.
—Pero si los personajes están casados.
—Exacto: los personajes. Dice que una boda ficticia es pecaminosa a ojos del Señor. Propone casar a los actores y así podrán besarse y amarse sin caer en pecado.
—Imposible, Vicente está ya casado y lo último que necesitamos es tener a un bígamo como protagonista; el Ministerio nos cerraría la producción. Además, el agente de Amalia no nos dejaría casarla sin su permiso.
—Creo que hay una cláusula específica en su contrato que prohíbe matrimonios y fugas amorosas—interviene un ayudante de producción.
—Martínez, explíquele al cura que la ficción se rige por leyes distintas a la religión.
—En realidad, pertenecen al mismo campo —dice el guionista, que se ha acercado al corrillo.
—Calla, hombre, que no te oiga el cura —responde el director—. ¿Quieres que llamen a la Guardia Civil?
—Mire, eso podríamos ponerlo en el guión: «los recién casados se besan; entra la Guardia Civil a la alcoba nupcial y les pide el certificado matrimonial».
—Déjate de bromas. ¿Has hablado ya con Arturo?
—Sí. Insiste en que añada una escena de amor para su personaje.
—Ya me lo esperaba. Hazlo. Que se bese con una amiga de la novia. Pero que no se entere de esto el cura.
—¿Qué? ¿Pero qué pinta eso en la narración? ¿Por qué el padre de la novia, enfermo de cáncer, va a besarse con una jovencita? ¿Estamos rodando una comedia de pronto?
—A ver, no es eso. Si luego la escena no va a salir en el montaje final.
—¿Entonces? ¿Por qué tomarse las molestias de escribirla y rodarla? No entiendo nada.
—Porque no has trabajado antes con Arturo. Lo hacemos para halagar su ego de galán crepuscular. Es como una cláusula no escrita: en cada producción en la que trabaja se incluye alguna escena amorosa suya con alguna chica de buen ver. No hacemos daño a nadie y así está contento durante el resto del rodaje. Una de las labores más importantes de un buen director es favorecer el ambiente de trabajo.
—Acabáramos. Escribiré una escena de cama —dice el guionista.
—Dice el cura que es su labor evangelizar a los pecadores y de ahí su oferta de matrimonio —vuelve Martínez—, pero puede transigir en el estado de pecado de los personajes.
—Bien, solucionado entonces.
—No, no, tiene condiciones: exige que la escena sea rodada a oscuras y en completo silencio, de forma que el espectador no sepa a ciencia cierta lo que sucede. Alega que para Dios el amor es un asunto privado de la pareja, no un acto público para disfrute de los espectadores.
—¡Inconcebible! —brama el director.
—Dile al cura que la oscuridad es muy sugerente —aduce el guionista—; el espectador puede imaginarse miles de cosas, a cual más depravada. De hecho, me extraña que el Vaticano no haya declarado ya que la oscuridad es pecado. Lo mejor es iluminarlo bien todo, para que se vea que no ocurre nada censurable, y que se oiga bien a los personajes, que los susurros tienen mucha miga también.
—Nada más subversivo que un buen susurro —confirma el director—. En mi primera película, me censuraron un susurro porque podía considerarse contrario al Régimen.
—Uno nunca puede fiarse de alguien que susurra.
—Ni de alguien que mira fijamente.
—Señor director, ya está aquí el ganadero —interrumpe Martínez—. El toro se le ha muerto de unas fiebres, pero ha traído una vaca en su lugar.
—¿Cómo que una vaca? ¿Dónde queda la épica si el novio torea una vaca?
—Según él, si lo rueda de lejos, nadie notará la diferencia.
—Nadie notará lo que pasa, más bien. El momento cumbre se queda en nada. «De pronto, intuimos al novio en lontananza; parece estar haciendo algo que no conseguimos ver». ¡Vaya una escena!
—De todos modos, lo de que torease era una imposición del productor, a mí nunca me ha gustado —dice el guionista.
—El público quiere toros y flamenco, hombre. Nosotros estamos al servicio del público.
—Al servicio del productor, será.
—Exacto: y el productor quiere recuperar la inversión. Aquí nadie produce por amor al arte. Ni dirige, ya que estamos. ¿O tú escribes por amor al arte?
—Ya que lo menciona, todavía no he cobrado.
—Por eso es tan importante que dé beneficios la película, que cobrarás cuando esté terminada.
—Señor director, ¿qué le digo al ganadero? —pregunta Martínez.
—Yo qué sé. Alfonso, ¿cómo arreglamos esto? ¿Ponemos al novio a ordeñar a la vaca o qué?
—A los surrealistas les gustaría —contesta el guionista—, pero la censura podría interpretarlo de forma equivocada. Quizá podríamos rodar al novio toreando a la vaca, pero que sólo se vieran sus sombras. Una escena muy lírica, casi de arte y ensayo.
—¿Y cómo justificamos la sombra de la ubre? Un toro y una vaca no tienen el mismo perfil, Alfonso.
—Evitamos que la sombra de la ubre (por cierto, muy buen título) aparezca en plano y en paz. Con un poco de pericia del cámara nadie notará el cambiazo, que tampoco la censura nos iba a permitir que apareciera la sombra de los testículos del toro.
—¿Y la vaca se dejará torear, Martínez? Pregúntele al dueño.
—De acuerdo —se despide Martínez.
—Yo pude trabajar en Hollywood, Alfonso, ¿te lo había contado ya? Pero lo impidió un problema del visado. La burocracia, que siempre pone obstáculos a los sueños personales.
—Ajá.
—Allí trabajan con presupuestos holgados, son más profesionales. Hasta los animales. Estoy convencido de que la mona Chita es más profesional que la mayoría de los actores de este país. Con la mona Chita sí que podría trabajar yo.
—Señor director —aparece de nuevo Martínez—, dice el ganadero que la vaca hará lo que usted quiera, que es de buena raza. Pero el señor cura ha escuchado esto y opina que cambiar de sexo a una vaca es antinatural, profundamente antiespañol y, tal vez, cercano al ateísmo.

Publicado en el número 1 de MacGuffins

1 comentario:

Microalgo dijo...

Ya decía yo que lo había leído antes... me encanta.