miércoles, 27 de abril de 2011

La paz

Volvió la paz al país, para felicidad de todos (excepto fabricantes de armas y futuristas). Altavoz fue por fin licenciado y con gran alegría regresó a casa, donde descubrió que Ernestina, su amante desde tiempos remotos, se había casado con un importador ruso y había concebido hijos y planes con él. Este hecho, admisible sólo para simpatizantes del ruso y Ernestina, azoró grandemente a Altavoz, que le echó en cara a la traidora su falta de fe, porque ella aducía que le creía muerto o proyecto de muerto (cosa que por cierto había repetido siempre el capellán de la compañía a todos los soldados). «¡Desgraciada, cómo te has atrevido a gestar los hijos de otro!», le espetó Altavoz entre los berreos de los infantes que abarrotaban la habitación. «No sólo gesto sus hijos, también gestiono su fortuna, entiéndeme», replicó ella. El ruso intervino entonces para decir algo que ninguno de los dos entendió, pues no hablaban su idioma, pero Altavoz, hombre orgulloso, le golpeó en la rótula por si acaso se trataba de un insulto, ya que no podía permitir que el honor de un valiente soldado fuera mancillado.
«¡Qué infortunio!», se dijo mientras salía de casa de su traicionera amante. «¿Ésta es mi recompensa a los sacrificios que he arrostrado por la patria? ¿Y ahora qué? Sólo se me dan bien el amor y la guerra, y ahora reinan el desamor y la paz». Meditando todo esto entró en un burdel en el que ya le conocían y que hacía descuentos a los héroes, pero sólo durante la primera semana de paz. Allí pasó una velada de ensueño con dos hermanas hispano-suizas, como la marca de automóviles, con las que practicó diversos acoplamientos sexuales con gran aprovechamiento.
A la mañana siguiente era de día, lo cual le pareció un excelente presagio. Se dirigió a casa de su buen amigo Clochard, que no había servido en el ejército debido a que era tartamudo. Clochard le abrió la puerta en pijama, puesto que le gustaba dormir hasta tarde, ya que no tenía que trabajar porque la pensión que recibía del gobierno por su invalidez era generosa.
—¡Mi buen Clochard! —dijo Altavoz abrazando a su sorprendido amigo—. Y, dime, ¿no tienes algo de vino?
Antes de que su amigo respondiera —lo que les podría llevar toda la tarde—, fue él mismo a la alacena, de la cual sacó una botella de buen burdeos que sirvió en dos vasos, pues decidió que era descortés beber en soledad el vino del anfitrión. Clochard, cariacontecido, se sentó a la mesa frente al inesperado invitado y empezó a trasegar el vino en pequeños sorbos. Altavoz, más desmedido, bebía como un cosaco y relataba sus hazañas guerreras, de las que se han escrito muchos cuentos y varias canciones francesas.
Una vez convenientemente borracho, Clochard podía hablar con normalidad, pues el alcohol le soltaba la lengua, aspecto que ocultó cuando lo llamaron a filas, aunque no por cobardía como se podría pensar, sino porque el honor militar exige que los soldados permanezcan sobrios en batalla (podría haber servido en la marina, pero no sabía nadar). Informó a Altavoz de las últimas novedades en moda urbana y, más importante aún, de que esa misma noche el conde Vantard organizaba un baile en su palacete para celebrar la llegada de la paz, «la más hermosa de las damiselas, por eso tan frecuentemente es vejada», en palabras del propio conde.
«¡La historia exige que asistamos!», exclamó Altavoz levantándose de un salto, cosa que es mejor no hacer cuando se está borracho, como rápidamente comprendió al desplomarse sobre la silla y destrozarla con su caída. Clochard, más prudente, evidenció su acuerdo limitándose a asentir, que las sillas estaban muy caras en esa época del año.
Salieron de casa al atardecer. Habían pensado coger el coche, pero pesaba demasiado para dos personas, así que finalmente decidieron ir a pie. Era una hermosa tarde de aires venecianos, pero sin canales, aunque con algún gondolero que otro en los arcenes de la carretera. Cuando llegaron al palacete del conde Vantard, profusamente decorado con motivos ferroviarios, se presentaron como «Benvenuti y señora», que Clochard con su bigote bien podía pasar por italiana. Benvenuti era el nombre del embajador italiano y se daba la circunstancia de que había fallecido el día anterior, pero al mayordomo le pareció indecoroso decirle al invitado que estaba muerto —al fin y al cabo, ésa es una tarea de la familia o los médicos—, así que los dejó pasar.
Bailaban las más hermosas damas del país en el gran salón de actos del conde Vantard. Bailaban al ritmo del vals de moda con la esperanza de cazar marido o amante de fortuna considerable. Los caballeros vestían sus mejores galas y parecían prestarse a esto que pretendían las damas, pero en secreto rumiaban la manera de acostarse con tan bellas señoritas sin comprometer en nada su situación económica o su estado civil. Era como la guerra, se dijo Altavoz, que aunque era pobre también quería descargar su fusil aquella noche en alguna trinchera. Se ajustó el monóculo, por tener un aspecto más distinguido y adinerado, y se acercó a su primer objetivo: una preciosa princesa eslava de rizos dorados que sujetaba con candor y donaire una copa de champán.
—Buenas noches, señorita. Permítame que me presente: soy Claudio Benvenuti, del Piamonte.
—¿Benvenuti? ¿Pero no había muerto?
—Me encuentro mucho mejor. Dígame, ¿no será usted por un casual la zarevna?
—Ya me gustaría, no paso de baronesa búlgara. Bueno, el barón es mi padre, pero algún día heredaré yo el título.
—Mejor, así no podrá decir que mi amor no es puro. Pues me he enamorado perdidamente de usted en el instante en que me golpeó con sus larguísimas pestañas.
—Es usted un adulador, seguro que tiene ensayada esa frase.
—Por supuesto que no, estoy en contra de Stanislavski, incluso he financiado un par de atentados contra él. Mi cortejo es del todo improvisado y, por lo tanto, sincero.
—Tendría usted que darme una estimación de su fortuna, no estoy segura de amarle todavía.
—Mi fortuna es inconmensurable, querida mía. Ahora, ¿qué le parece si nos retiramos a una habitación y contemplamos los tapices?
—Estaré encantada de hacerlo.
Entretanto, Clochard se debatía con viejos nobles polacos que encontraban irresistibles sus encantos impostados de madura italiana. «No, gracias», decía mientras se sacaba la enésima mano decrépita del escote, «estoy de luto, comprendan mi situación». «¿Y si cambiamos de situación y buscamos una más propicia, como la alcoba?», replicó un nonagenario antes de que se le cayera al suelo la dentadura, rompiéndose con gran estrépito. Entonces la Gran Duquesa de Oriente gritó «¡mis perlas!» y varios caballeros empezaron a recoger los dientes, dándoselos después a la Gran Duquesa, que los engarzó en una cadena que enseguida se puso al cuello. El nonagenario no dijo nada (su título era menor). Este revuelo lo aprovechó Clochard para salir subrepticiamente de la sala.
Altavoz, en el papel de Benvenuti, disfrutaba nuevamente de los placeres de la carne con el mismo arrojo que mostraba en el campo de batalla. La joven baronesa, que también era experta en estas lides, deleitó a nuestro héroe con algunas artimañas bien pagadas en ciertos prostíbulos asiáticos. Finalizado el acto amoroso, los contendientes comentaban la jugada cuando, sin anunciarse, entró en el cuarto el prometido de la joven búlgara, porque prometida estaba, aunque no lo había mencionado en ningún momento. El prometido no era otro que el conde Vantard, lo que era todavía peor, ya que el acto de Altavoz iba contra todas las normas de hospitalidad, excepto, quizás, las esquimales.
—¡Pero qué es esto! —gritó el conde—. Mi amada en brazos de otro. ¡En brazos de Benvenuti, nada menos! ¡Me engañas con un cadáver aprovechando la celebración de la paz! ¡Qué felonía, qué ultraje! ¿Es que no respetas nada, Katerina?
—Cariño, no es lo que parece. El embajador me estaba ayudando con el vestido, que se había atascado un broche.
—Claro, y eso requería desnudarse en la cama, ¿verdad? Y fornicar, porque eso es lo que habéis hecho, se escuchaban vuestros gritos infames sobre la música.
—He sido débil, Benvenuti me ha engañado —exclamó Katerina arrojándose a los pies del conde, espléndida en su desnudez—. Castígame, me lo merezco, azótame con la fusta en las nalgas. Soy sólo tuya.
El conde vaciló, ya que era un hombre y por tanto presa fácil para una mujer hermosa.
—Te perdono, querida, y te daré el castigo que mereces y que tanto te gusta. Pero esta ignominia hay que lavarla con sangre. Y puesto que Benvenuti se ha aprovechado de tu inocencia y de mi amabilidad, justo es que me dé la satisfacción de batirnos en duelo. Y más justo aún será que muera —otra vez— por mi mano.
Altavoz no dijo nada, pues consideró que desnudo no hay quien lo tome en serio a uno y, además, explicar que no era el difunto Benvenuti, sino un soldado recién licenciado, sólo podía empeorarlo todo más. Y como buen caballero no iba a acusar a la joven Katerina de haberle engañado con malas artes, puesto que él tampoco había sido el paradigma de la sinceridad (aunque ciertamente su fortuna era inconmensurable, que no se puede medir lo que no existe).
Se decidió que el duelo se celebraría, si es que los duelos son algo que puedan celebrarse, el primer día de primavera, para simbolizar el renacer de la vida (la del superviviente). Se mandaron telegramas a lo largo y ancho de Europa para que asistieran las más importantes personalidades, agotándose enseguida las entradas, que alcanzaron un precio altísimo en la reventa.
Altavoz se levantó de la cama el día de autos como si fuera un día cualquiera. No tenía miedo, se había enfrentado a cosas peores. Como aquella vez en la que, armándose de valor (y de granadas de mano, por si el valor no era suficiente), tomó sin ayuda de nadie un nido de ametralladoras, hazaña por la que fue condecorado, pues el Alto Mando sabe que las ametralladoras son muy agresivas cuando están anidando y cuidando a los polluelos. Se afeitó tranquilamente mientras aguardaban en otra habitación sus padrinos, que eran Clochard y una de las prostitutas hispano-suizas, como la marca de automóviles, que para amenizar la espera se dedicaba a comprobar el aguante de Clochard en el terreno sexual.
Llegaron poco antes del mediodía. La multitud se agolpaba en los graderíos levantados para la ocasión y una gran cantidad de vendedores ambulantes intentaba colocar sus productos a los turistas. Familias enteras habían decidido pasar el día en el campo y disfrutar de la naturaleza y los duelos a muerte. Con pompa y boato llegó entonces el conde Vantard, acompañado de Katerina —que rehuía la mirada de Altavoz—, sus padrinos, músicos y simpatizantes.
Altavoz y Vantard se saludaron fríamente, cogieron las pistolas y se colocaron espalda contra espalda en el punto designado para que comenzara el duelo. El público rugió de emoción, algunas mujeres se desmayaron. Los duelistas dieron sólo diez pasos, que era lo acordado, giraron sobre sí mismos y dispararon. Las pistolas eran Smith & Wesson, que en su publicidad de aquellos años decía: «nuestras balas son infalibles, sólo fallaría una entre un millón». Resultó que la bala del conde Vantard era una entre un millón y la pistola le explotó en la mano, seguida por la cabeza, que también le estalló al penetrar en ella la bala que había disparado Altavoz, que era un proyectil vulgar. El verde de la hierba se tiñó del rojo de la sangre y la gente prorrumpió en aplausos. Katerina, emocionada, corrió hacia Altavoz y, levantándose la falda, le ofreció sus nalgas desnudas. «Son tuyas, Benvenuti», le dijo. Altavoz alargó la mano y acarició la cálida y tentadora piel.

5 comentarios:

Microalgo dijo...

No sabe Usted con qué placer he leído este post, y con cuánto más me leería doscientas o trecientas páginas así escritas.

Muchísimo.

Ahora ya lo sabe. Hale.

No olvide avisar de su próximo (ESPERO que inminente) libro.

¿Ha visto Usted Misery? Pues aplíquese el cuento y no nos haga enfadar, ande. Que luego lo que nos obligue a hacerle por no terminar el libro nos va a doler más que a Usted.

Microalgo dijo...

¡Hey!

No more comments? ¿Es que la gente se echa pa'trás cuando ve un texto un poco más largo de lo normal?

Oigan, léanse esto, por Dios.

Lunática (R.) dijo...

Microalgo, toda la razón. La gente ve más de dos párrafos y huye despavorida..
Mu bueno :D

Microalgo dijo...

Proust hoy día se comería lo que el Indio Clavijo. En fin. Gracias, Lunática, me sentía un poco solo.

Nat dijo...

Sencillamente alucinante, me encanta como escribe, así que ánimo y no se canse nunca! Un saludo!