viernes, 20 de marzo de 2009

Tryptizol

«Nunca había deseado tanto la felicidad», va pensando Soledad de camino a la farmacia. «Sólo se es verdaderamente desgraciada cuando se quiere ser feliz», poetiza. «Si yo me conformara con esta gris existencia, si yo aceptara de buen grado esta soledad homónima y no me fijara en otros homínidos». Pero la resignación cristiana nunca fue lo suyo. Suspirando, aprieta el paso.
En la farmacia, un anciano compra condones. «Para las enfermeras», dice con sonrisa de Casanova moribundo y sale por la puerta cuando entra Soledad, que saluda con timidez al farmacéutico. El farmacéutico se llama Francisco, pero se parece a Paul Newman. «Ojalá Francisco me hiciera cisco», se dice Soledad en un pareado que sería improvisado si no fuera porque lleva pensándolo todo el día.
—Hola, Soledad. ¿Lo de siempre?
—Sí, sí —responde ella intentando parecer vitalista y alegre aunque viene a comprar antidepresivos.
Le da la receta y Francisco desaparece en la trastienda. Una metáfora de mi vida, piensa Soledad, que se pregunta qué hace Francisco en su tiempo libre, cuando no está dispensando medicamentos y drogas detrás de un mostrador. Se lo imagina pintando, un artista farmacéutico, o cuidando de su anciana madre, que seguro que fue la generosidad de espíritu la que le llevó a dedicarse a esto. «Esperando, fantaseo; enmiendo la realidad», se dice. «Yo necesito casarme con un guapo farmacéutico que quiera darme medicamentos toda la vida. Sin receta».
Francisco vuelve con la caja de antidepresivos en la mano y saca de su ensueño a Soledad, que paga diligentemente. «Hasta el mes que viene», se despide él y ella se pregunta si lo que ha comprado hará que se sienta menos tonta.

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