El miércoles quedé con un amigo para que me dejara unos apuntes (era el que terminó la carrera en tres años y enderezó su vida con mano firme, por cierto) y resulta que estábamos comentando banalidades cuando de pronto me dice "en octubre me caso". De repente, el peso de los años cayó sobre mí con diabólica crueldad y reparé en mis ojos nublados, mi pelo blanco, mis manos temblorosas y arrugadas... Bueno, vale, por un momento me sentí viejo, pero no fue eso lo que me afectó.
Veamos: no es que quiera casarme ni nada de eso, además de que casarse con 25 años -que es la edad que tiene- me parece precipitarse bastante, pero allá cada cual con sus posturas en la cama, como dijo Jesús. No, no se trata de eso, es el concepto: que él sea un ciudadano ejemplar que va por la vida como quien va de la cama hasta el frigorífico a por un batido, una cerveza u ofertas equivalentes, mientras que yo sigo siendo el eterno adolescente y además no tengo pareja ni conozco mujeres lo suficientemente enloquecidas como para casarse conmigo. Todos han encontrado su camino, yo sigo perdido en el bosque o sentado en un banco esperando el autobús, a Godot, a la lluvia radiactiva, o qué sé yo. Esperando, en definitiva, que algo o alguien pase en mi vida. Y qué vacíos están los caminos y el bosque está lleno de lobos...
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