miércoles, 11 de febrero de 2004

Sobre la muerte

¿Por qué morimos? ¿Por qué no podemos hacerlo en cómodos plazos? ¿Por qué es necesaria nuestra presencia cuando sucede? ¿Por qué no podemos mandar a alguien que nos represente en nuestro lugar?

Hoy os hablaré de mi difunto tío Antonio. Era un buen hombre que creía que dormir con las manos dentro de unas natillas le proporcionaba juventud y virilidad sin límites. Lo puso en práctica durante toda su vida, lo cual le hizo tremendamente popular entre sus compañeros de servicio militar. Permaneció soltero debido a la incomprensión de las mujeres hacia sus extrañas costumbres (por ejemplo, antes de conducir debía sacrificar un pato sobre el asfalto y decir "os entrego este pato, oh, dioses automovilísticos").

Una noche, al llegar a casa, se tomó un yogur desnatado, lo que supuso su perdición. Enseguida empezó a dar un discurso en danés sobre las zapatillas deportivas, hecho que hizo que los vecinos sospecharan que algo iba mal (mi tío nunca hablaba del calzado por considerarlo extremadamente indecoroso), así que entraron en su casa, le bajaron del frigorífico y le llevaron al hospital.

Cuando llegamos al hospital, ya le quedaba poco de vida, pero en ningún momento perdió su habitual buen humor. Nos echaba espumarajos verdes a la cara con una sonrisa. Luego nos preguntó si estaban limpios los botones del uniforme de gala de Bismarck. Le dijimos que sí. Murió sonriendo.

Su última voluntad fue que le enterráramos en el sofá.

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