A mis años, a Philip K. Dick ya se le había ido la olla y encontraba a Dios en todas partes. Al dios de los cristianos, para más inri (nunca mejor dicho); es extraño que un tipo tan imaginativo no optase por alguna deidad más original en vez de insistir con la trilladísima religión en la que se había criado. Cuando luego era capaz de creer que un amigo fallecido de cáncer había vuelto a la vida reencarnado en su gato (esto se lo demostraba cazando ratas que luego procedía a devorar ante él, una prueba indudable).
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