Recuerdo que le regalé un libro suyo a una chica en nuestro primer encuentro (no habría muchos más) para animarla a escribir (no me hizo caso tampoco en esto). El libro era A salto de mata, donde contaba sus inicios literarios y su firme propósito de no dedicarse profesionalmente a nada que no fuera la literatura. Sí, mi regalo también era una declaración de intenciones o, al menos, un deseo de justificarme. Oye, nena, yo soy un artista, que cantaban los Siniestro Total. Pero qué joven aspirante no ha soñado con triunfar, claro. Luego la vida te pone en tu sitio, uno mucho más diminuto de lo que siempre temiste, y sólo te queda echar la vista atrás y recordar que ibas a cambiar el mundo, sí, pero algo se torció vete a saber cuándo, dónde y por qué.
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