Éramos jóvenes y Málaga todavía no estaba tomada del todo por las hordas de turistas dispuestos a aprovechar hasta el coma etílico los precios bajos del alcohol en España y a ser timados comiendo paellas infectas que harían llorar a un valenciano y que luego vomitarían en los rincones de nuestra ciudad emocionados ante esta hermosa anécdota que llevarse a sus países de procedencia. Esto de los precios bajos era relativo, claro, que nosotros no teníamos ni un duro a causa de nuestra juventud y, por qué no decirlo, nuestra españolidad, pero también queríamos seguir el consejo de Baudelaire y embriagarnos de vino, poesía o virtud. La virtud era un estorbo en general y la poesía estaba a nuestro alcance en las bibliotecas; sin embargo, el vino más barato se encontraba en los supermercados, donde se podía adquirir un brik de tinto peleón a precios competitivos, y no en los bares, en los que pretendían cobrarte un impuesto revolucionario por aquello de la ubicación, las vistas, o vete a saber qué. Ya sólo quedaba resolver el problema logístico de cómo consumirlo. Estaba fuera de toda cuestión acudir al domicilio de alguno de los implicados en esta maniobra alcohólica, pues nuestros padres no apoyarían nuestras intenciones dipsomaníacas, por mucho que citáramos a Baudelaire como admirables chavales con lecturas e ínfulas. La ley también participaba de esta miopía literaria y prohibía el botellón. ¿Qué hacer?, que se preguntara Lenin en una situación parecida a la nuestra.
Escondida en el dédalo anfractuoso de callejuelas que rodean las vías principales del centro histórico, y a salvo de las miradas indiscretas que pudieran conducir a una multa de la policía local, existía una falsa placita en la calle Pozos Dulces, frente a la vieja Casa del Niño Jesús, donde incurríamos en una blasfemia no premeditada al trasegar la sangre de Cristo convenientemente mezclada con refresco de cola. Esta ubicación estratégica nos permitía controlar el acceso por ambos extremos de la calle de manera que pudiéramos esfumarnos con presteza en el caso de que apareciera algún agente de la ley, aunque esta posibilidad parecía muy remota al tratarse de una zona deprimida y, por tanto, de nulo interés para los próceres del ayuntamiento y los especuladores inmobiliarios. Todavía no existía el cacareado entorno Thyssen, pero sí el Dickens, como señalaría con acierto una pintada años después, y nosotros nos considerábamos seguros en aquella esquina apartada y mugrienta, rodeados por edificios de muros desportillados que okupaban pobres gentes, como la primera novela de Dostoievski, y no extranjeros bullangueros en apartamentos turísticos. Quién iba a molestarnos allí, habíamos encontrado un oasis fuera de la realidad y el tiempo en plena ciudad. Éramos jóvenes. Estábamos borrachos. Nos sentíamos inmortales.
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