El hostal de mala muerte al que iba en mis primeros viajes a Madrid ya no existe. Su decoración de los años cincuenta de la autarquía ha desaparecido para dar paso a un espacio coqueto y acogedor en el que los europeos puedan sentirse como en casa (bueno, más bien en un limbo moderno de diseño impersonal). Un sitio barato con carácter se ha transformado en un lugar caro y aséptico. Con un Starbucks justo delante, para más inri. Todo se estandariza en la nada más banal.
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