En la feria del libro de Madrid, cuando estaba sentado presto a firmar, idealmente, a una horda de ávidos lectores, se me acercó un chaval que me dijo:
—Hola, perdona, ¿te importa si uso el teléfono?
A mí me pareció una petición bastante absurda. ¿Por qué me iba a molestar que el chaval usara el teléfono? Así que me salió una respuesta que suelo dar a mis alumnos cuando piden algo que es evidente que pueden hacer:
—Por mí, como si te haces tirabuzones, la verdad.
Se le demudó el rostro. Abandonada toda amabilidad, me contestó:
—No, lo que te estoy diciendo es que si me dejas usar tu teléfono.
Acabáramos. ¿Desbloquear mi móvil y dárselo a un desconocido al que además me separaba una barrera física al estar yo sentado en la caseta y él de pie fuera? No parecía la mejor de las ideas.
—Ah, no lo tengo aquí —mentí.
El tipo se marchó montado en una nube de indignación. ¿Quién era ese autor de tres al cuarto que le negaba el acceso a su dispositivo electrónico? Un rato después volvió acompañado de una mujer y con un teléfono en la mano. «Adiós, simpático», me dijo con retintín. Yo le devolví el saludo con la sonrisa de un político que aspirara a la reelección.
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