«Ahora vamos a parar a tomar un café», decía mi padre a cada momento cuando estábamos fuera de casa. Cómo odiaba yo esto de pequeño. Me parecía aburridísimo sentarse a beber despacio un líquido humeante, una absurda costumbre de adultos (parece contradictorio que los niños tengan prisa, puesto que disponen de todo el tiempo del mundo). Mi padre ya no puede tomarse ningún café, ahora soy yo el que lo hace. He comprendido por fin la importancia de detenerse un rato a disfrutar de algo tan sencillo como la pausa. Y desearía que estuviera vivo y poder sentarme con él en una cafetería a escucharlo hablar en contra de la democracia.
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