viernes, 15 de mayo de 2015

Nueve de noviembre de 1918

Nueve de noviembre de 1918. Guillermo II, el Káiser de Alemania, ha abdicado y el pueblo de París sale a la calle a celebrarlo, viendo inminente el fin de la larga y cruenta contienda que ha arrasado media Europa. Guillaume Apollinaire agoniza en su habitación, enfermo de la mortífera gripe de ese año que acabará con una parte considerable de la población mundial. Escucha al gentío gritar lleno de júbilo y después reclamar con rabia la cabeza de Guillaume. ¿Por qué?, se pregunta el poeta, que en su delirio febril piensa que sus conciudadanos se refieren a él y no al Káiser. Él nunca fue un belicista, se justifica, si combatió en la guerra fue porque era su deber embarrarse en las trincheras como la juventud francesa y derramar sangre propia y enemiga. Y Apollinaire sangró por Francia, musita mientras vuelve a sentir dolor en la vieja herida de la cabeza. ¿Acaso no han comprendido todavía que los únicos obuses que él amaba eran los senos de su querida Lou? Si contribuyó a la locura bélica fue sólo por obligación, por amor a su país de adopción. Por eso le duele tanto que ahora sus compatriotas se arremolinen bajo la ventana a reclamar a gritos su muerte, que siente cada vez más próxima. Ah, morir con esta pena, suspira. Odiado por la turba, deseosa de más sangre. Quizá quieran acabar con él por sus ataques a la moral, reflexiona, aunque nunca reconoció de forma pública ser el autor de Las once mil vergas. O puede que le estén pasando factura por aquella ocasión lamentable en la que lo relacionaron con el robo de la Gioconda. Si pudiera levantarse de la cama a dialogar con ellos, tal vez pudiera convencerlos de sus buenas intenciones, pero el cuerpo ya no le responde. Tampoco la cabeza. La luz que entra por las persianas entreabiertas parece formar extraños caligramas en la pared, piensa unos segundos antes de que sus ojos dejen de ver.

Escrito para Holy Helen.

1 comentario:

Microalgo dijo...

Mi piace tantissimo.