Suena el teléfono y es ella, que le dice:
—Oye, ¿puedes venir a mi casa?
—No, hoy no puedo —contesta él—. ¿Qué tal si me paso mañana?
—Mañana puede ser tarde. Estoy encerrada.
—Ah, que te aburres y quieres dar una vuelta. Bueno, puedo tomarme una rápida en el bar de siempre, si te apetece.
—No me has entendido. Estoy atrapada en el dormitorio; no puedo salir.
—¿Por qué? ¿Te has caído? ¿Has llamado a una ambulancia?
—Nada de eso, me encuentro bien. Por ahora.
—¿Entonces?
—No sé cómo decírtelo...
—Dímelo ya, que me estás asustando. ¿Es que se te ha metido alguien en casa? ¿Quieres que llame a la policía?
—Sí que hay una intrusa, sí. Verás —dice bajando la voz—, hay una cucaracha en el pasillo.
—Joder, ¿y para eso me llamas? Písala y ya está.
—No puedo. Está encaramada en la estantería, oteando. Es muy lista, me tiene ganada la posición. Seguro que lo ha planeado en profundidad y sabe que desde esa altura estratégica controla todos los accesos. Para desalojarla necesitaría artillería o aviación, pero no tengo nada de eso en casa.
—¿Y algún insecticida? Tú no has firmado el Convenio de Ginebra, así que quizá no tengas problemas por usar armas químicas.
—Lo he pensado, sí, pero la cucaracha podría tomar alguna medida desesperada.
—¿A qué te refieres?
—Una acción kamikaze. Saltarme a la cara.
—Qué asco.
—Exacto. Las dos moriríamos: ella, envenenada; yo, de repugnancia.
—Así que quieres que me la juegue yo. Te parecerá bonito.
—Claro que sí. Eres mi caballero andante y hay un dragón amenazando a tu princesa. Tu obligación es rescatarme.
—Vale, vale, voy para allá, ya que lo pintas con tanto heroísmo.
—Bien. Pero date prisa, por favor, que tengo que ir al cuarto de baño.
1 comentario:
Un kiki a cambio o nada.
Negocie, coño, que la tiene rendida.
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