sábado, 10 de septiembre de 2011

Agnus Dei

Era una fría mañana de marzo cuando me habló una de mis ovejas. Yo me había levantado con un dolor de cabeza importante, pues la noche anterior había estado bebiendo en la tasca del pueblo hasta muy tarde, y el sol se me clavaba en los ojos. Pero estaba sobrio, de ahí que mi sorpresa fuera absoluta cuando Lucera vino trotando y, mirándome con tiernos ojos, dijo: «yo soy el cordero de Dios». Me fallaron las rodillas, caí al suelo, me quité la boina. No sabía si era un milagro o un delirio, pero tenía miedo, de eso estaba seguro.
Lucera me anunció entonces que el fin del mundo estaba cerca, que los hombres habíamos abandonado la recta senda y vivíamos en círculos, círculos viciosos, y debíamos ser castigados, pero que yo podía salvar a los que decidieran seguirme, ya que Dios me había escogido entre todos los pastores para que condujera las almas al redil celestial.
Me persigné y pregunté cómo debía llevar a cabo esa tarea que se me encomendaba, pero Lucera me respondió a esto con sus acostumbrados balidos y ya no me miraba con expresión inteligente. Quizá lo había soñado, pensé. ¿Pero y si era cierto? ¿Y si estos eran los últimos días? No podía desoír la llamada de Dios por algo tan prosaico como el temor a haber perdido la cabeza, me dije. Puede que todo fuera una prueba.
Fui a consultar con el cura. Al principio me miró con suspicacia y me preguntó si había bebido. «Nunca tan temprano», le contesté. Luego quiso saber si me lo había dicho una oveja o una cabra, pues no era lo mismo. «El diablo no es un macho cabrío por casualidad», me dijo. Las ovejas, en cambio, son animales mansos y nobles y por eso representan al rebaño del Señor. Pero si me lo hubiera dicho una cabra estaríamos hablando de un mensaje satánico y habría que ir pensando en exorcizarme y sacrificar a la cabra en cuestión. «No ha sido una cabra», le dije, «ha sido Lucera, mi oveja predilecta: me ha dicho que es el cordero de Dios, aunque ya no tiene edad para ser cordero, supongo que se ha permitido una licencia poética». El cura meneó la cabeza. Una aparición mariana podían venderla, ¿pero que las ovejas anunciaran la Buena Nueva? Eso era inaceptable, qué iba a decir el señor obispo. O el Santo Padre, si se enteraba. Lo mejor sería excomulgarme y olvidar este lamentable incidente. Yo me opuse a esto último, por supuesto, pero no sirvió de mucho, por lo visto la excomunión no precisa de consentimiento por parte del afectado.
Decidí no contarle a mi mujer que me habían excomulgado, que seguramente se lo tomaría mal, pero no era necesario que me preocupara, ya se lo habían dicho, en un pueblo tan pequeño como éste las noticias vuelan. «Pablo», me dijo cuando entré por la puerta, «qué es eso de que te has vuelto loco y te han expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia». «El cura, cariño, que me tiene manía», respondí yo, pero ella no se rió, no, sino que se me quedó mirando con la cara muy larga, desaprobando todas mis acciones, como había hecho siempre. «No es sólo que seas incapaz de ser buen cristiano, es que ya ni siquiera eres capaz de ser uno malo. Ya me decía mi madre que me casaba con un borracho y un putero, lo que nunca habría sospechado es que también eras un hereje». A mí su falta de fe me dolió, pero musité: «perdónala, Señor, porque no sabe lo que hace». Al parecer lo dije muy alto, puesto que mi mujer me lanzó una mirada cargada de odio y luego me preguntó si ya estaba borracho, si es que no tenía vergüenza alguna. Yo no dije nada, me limité a poner la otra mejilla, pero lejos de ella, por si acaso.
Por la tarde, llamaron a la puerta. Durante un momento se me ocurrió que era un ángel anunciador, pero enseguida lo descarté, qué sentido tendría que llamase a la puerta como todo hijo de vecino en vez de manifestarse directamente en el comedor. Aunque tal vez fuese un ángel tímido, quién entiende de estas cuestiones, me dije mientras iba a abrir. Resultó ser el médico del pueblo, que venía a examinarme a petición de mi mujer. Yo le dije que me encontraba bien, pero él insistió en echarme un vistazo. «Podría ser un tumor cerebral, nunca se sabe, con todos estos aparatos modernos de hoy en día, las radiaciones…», me dijo. Me hizo un reconocimiento muy superficial, claro, al fin y al cabo estábamos en mi casa, pero determinó que mi salud era excelente. Expresó por tanto su interés en hacerme más pruebas. Yo me negué, ya estaba cansado de ceder a la incredulidad de la gente. Dios me había elegido para ser su heraldo, no para perder el tiempo con descreídos. Eché al médico con cajas destempladas a pesar de sus protestas y las de mi mujer, que me insultaba a voz en grito.
Esa noche cenamos en silencio. Mi mujer se negaba incluso a mirarme. Dadas las circunstancias, consideré que lo más apropiado era marcharme. «¿Dónde vas?», me preguntó al ver que me dirigía a la puerta, «seguro que al bar a emborracharte, ¿verdad?». Yo no contesté nada, los mansos heredaremos la tierra, me puse la chaqueta y salí al exterior.
Hacía un poco de frío. Las estrellas, inmutables, observaban desde lo alto mi pasear por los oscuros campos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, pregunté al cielo nocturno, que no me contestó. Ninguna señal, ninguna estrella fugaz que me guiara o sirviera de guiño de comprensión. ¿Se ponía a prueba mi fe o es que simplemente había recuperado la cordura? ¿Es que tenían razón todos?
De pronto, vi la luz. La luz de los faros de un coche averiado junto al camino. De pie frente al vehículo, un hombre intentaba llamar por su teléfono móvil. «Perdone, ¿puedo ayudarle?», le dije. El tipo sonrió y me contestó que lo dudaba, a no ser que meara gasolina y pudiera llenarle el depósito. «Me temo que no está entre mis habilidades», le confesé. Luego le dije que se desengañara, que se olvidara del móvil, pues por estos lares era muy difícil tener cobertura, no le quedaba otra solución que dirigirse a la gasolinera del pueblo, que estaba a un par de kilómetros. Él se encogió de hombros con resignación y dijo: «bueno, si la montaña no va a Mahoma...».
Eso era. Mahoma iría a la montaña, cómo no lo había pensado antes. Subí al monte más alto y allí le prendí fuego a una zarza. El humo se elevaba y desaparecía en el cielo, la noche estaba en calma; entonces, de pronto, el Señor se manifestó. «Yo soy el que soy», anunció la zarza ardiente, una perfecta tautología, aunque alguien con menos fe habría dicho que aquello era una perogrullada. Yo me postré de rodillas y entre lágrimas pedí guía y consejo. Le expliqué al Creador que estaba perdido en el desierto, que había tenido que abandonar mi hogar, que mi mujer era una ingrata, que el cura del pueblo me había expulsado de la Iglesia, que el médico se empeñaba en que tuviera cáncer, que, en definitiva, el camino a la Tierra Prometida me era desconocido y necesitaba algo de luz para atravesar el valle de sombras.
Las llamas, durante mi perorata, se habían extendido y ahora no era sólo una zarza lo que ardía, sino una buena porción de bosque. Esto no me preocupó en absoluto; es más, pensé que mejor así, porque la voz de Dios sonaría con más fuerza. Pronto pareció confirmarse mi teoría, pues empecé a escuchar un gran griterío. No era Dios, claro, lo supe tras unos instantes de duda, Dios tenía una voz más grave y singular, sobre todo esto último, que lo que escuchaba ahora eran voces provenientes de diversas gargantas, y es que la gente del pueblo se había alarmado al ver el monte ardiendo y había acudido a intentar sofocar el incendio. Con escaso éxito, hay que decirlo, que pronto el fuego alcanzó las casas del pueblo.
Yo me paseaba entre las llamas y los lugareños que iban de un lado a otro con cubos de agua. Iba gritando el nombre de Dios, pero en vano, que no me contestaba. Para acabar de empeorarlo, la gente había reparado en mi actitud y no les parecía muy constructiva, era evidente por los golpes que me habían propinado ya al pasar (y los que me seguían dando). Me miraban como si fuera un falso profeta o un alborotador. Parecían haber decidido ya que todo aquello era culpa mía. No entendían que yo sólo era un instrumento, no era en modo alguno responsable de mis actos, me limitaba a acatar la voluntad divina y nada más. Si el pueblo ardía, era cosa de Dios. Nadie dijo que el Apocalipsis fuera a ser agradable.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial.

Sk

Ligeia dijo...

Maravilloso.

Microalgo dijo...

Preserve Usted de las llamas a este personaje, que le puede dar juego para muchas más páginas.

Gabriel Noguera dijo...

Bueno, este relato me lo publicaron ya después de quedar finalista en un concurso.

Ficticia dijo...

Jamás pensé que me podría reír tanto con las frasecitas bíblicas de turno.