domingo, 14 de junio de 2009

Medicina moderna

«Doctor Carnicero, acuda a pediatría», anunció la megafonía del hospital. El aludido suspiró. Por qué se empeñarían en llamarle por su segundo apellido, se preguntó, por qué no podían dejarse de bromas y respetarle como el profesional que era. Por qué tenían que ser unos cabrones de mierda, en definitiva.
En pediatría había un señor de mediana edad aquejado de síndrome de Peter Pan. Le recetó una dosis de realidad y Efemérides, la enfermera, se encargó de administrársela hablándole de responsabilidades, hipotecas, sueños frustrados, ex mujeres y pensiones alimenticias, chavales que te dan una paliza y lo graban con el teléfono móvil, días grises en el sofá, el gobierno, la oposición, el colesterol, etcétera.
—¿Pero entonces no existe la magia en el mundo? —preguntó, con voz trémula, el paciente en un último esfuerzo por no curarse.
—Bueno, yo una vez vi un unicornio —intervino el doctor.
—¿En serio?
—Sí, en la película Legend. Y en Blade Runner, aunque era el mismo.
Después le dio el alta al paciente, que por fin había asumido su edad y entendía que el mundo era una tragedia constante que no merece vivirse.
Efemérides bamboleaba sus colosales pechos de un lado a otro de la habitación. «Doctor», dijo, «tiene otro paciente esperándole». El paciente era un famoso actor que padecía de diversas dolencias que seguramente estaba fingiendo; lo que no era de extrañar, pues había estado representando, con gran éxito de crítica y público, El enfermo imaginario en un teatro de la ciudad.
—Buenos días, señor Finisterre —dijo el doctor—. ¿Qué le duele hoy?
—Doctor, hace mucho que me muero. Cada día me queda menos de vida.
—Bueno, sí, pero eso es totalmente normal, nos pasa a todos.
—Pero lo mío es más serio, ¿es que no lo entiende? Por las noches me siento cansado y veo peor que durante el día.
—Le repito que es normal —insistió el doctor.
—También se me han hinchado las piernas.
—Eso ya es otra cosa.
El doctor Carnicero, que de primer apellido se llamaba Martínez, examinó las piernas. Estaban negras y retorcidas, como troncos quemados por el fuego.
—Esto no tiene buen aspecto, señor Finisterre. Me temo que habrá que amputar.
—Pero serán amputaciones temporales, ¿no?
—La verdad es que hasta ahora todas mis amputaciones han sido definitivas.
—Qué calamidad. ¿Y no podrían poner mis piernas en una incubadora, esperar a que sean viables y reimplantármelas después?
—Podríamos intentarlo, pero piense en los riesgos: tendría que amamantarlas y cambiarles los pañales durante un buen tiempo.
—Es un precio muy pequeño por seguir luciendo con elegancia pantalones largos.
—De acuerdo; iré preparando el quirófano.
—Una cosa más, doctor: la anestesia me da mucho miedo, ¿sería posible que me himnotizaran?
—La eficacia de la hipnosis no está demostrada, señor Finisterre.
—Pero yo no he pedido que me hipnoticen, sino que me himnoticen. Es decir, que me canten himnos religiosos. Pertenezco a la Iglesia Adventista del Primer Semestre, ¿sabe? Cuando escucho loas musicales al Señor, entro en una especie de trance; trance que es de lo más conveniente cuando viene la familia política de visita, por cierto.
—No sé, lo encuentro altamente irregular, pero haré lo que pueda.
—Gracias, doctor Carnicero.
El doctor Martínez Carnicero suspiró con resignación.

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