jueves, 17 de enero de 2008

Digresiones

No siempre he sido calvo. Aquí donde me ve, participé en el mayo francés. Todo era idealismo en aquellos días. Idealismo y amor libre. Y melenas al viento, que me desvío del tema. Yo era un estudiante de psicología en la ciudad más bella del mundo y, armado con las ideas de Freud, desentrañaba el misterio de cada mujer que acababa conmigo en la cama. ¿Qué trauma tendrá para haberse acostado con alguien como yo?, me preguntaba. Hasta que conocí a la mujer de mi vida, en un cóctel que se celebraba en la Embajada de la Unión Soviética en París. Ella era una joven comunista que compartía su cuerpo alegremente con el resto de camaradas; yo era un prometedor psicoanalista que acababa de publicar su primer libro de autoayuda. El éxito de mi obra era tal que aquel día todo el mundo me pedía consejo. Sophie, pues ése era su nombre, me preguntó qué podía hacer ella para mejorar su vida. Cásese conmigo, contesté yo. Ella pensó que era un consejo profesional, cuando realmente era la sugerencia irracional de un tipo enamorado. Nos casamos esa misma noche. Pero quizás estoy hablando demasiado de mí, ¿no le parece?

No hay comentarios: