lunes, 24 de abril de 2006

La vida moderna

Alberto se estaba ralentizando. Había advertido los primeros síntomas de su ralentización casi un año antes. Bueno, no estaba seguro de eso, el tiempo se había vuelto relativo para él, tal vez fuera menos tiempo, tal vez fuera más. Lo único cierto es que un día llegó diez minutos tarde al trabajo, a pesar de que estaba seguro de no haberse tomado más tiempo de lo habitual en realizar todas las actividades de la mañana. Pero no tenía sentido discutir con su jefe, el hecho es que había llegado tarde. Aquella vez lo achacó a un simple despiste. “Me habré entretenido más de la cuenta en la ducha”, pensó, y se olvidó del asunto. Pero al día siguiente volvió a llegar tarde, de nuevo sin que se hubiera percatado de que se retrasaba. Y lo mismo volvió a pasar en los días sucesivos, a pesar de que intentaba apresurarse más cada mañana. Pero no importaban sus esfuerzos, siempre llegaba tarde.

La situación se agravaba día a día. Los diez minutos de retraso pasaron a ser quince, veinte, treinta, cuarenta. Finalmente fue despedido por estos continuos retrasos, y de nada le sirvieron sus protestas, ya que no tenía ninguna explicación –ni siquiera para él mismo- sobre esta impuntualidad crónica.

Decidió entonces consultar a su médico, pero llegó tarde a la consulta. Al día siguiente salió una hora antes de casa y consiguió ser puntual. El doctor se mostró perplejo tras examinarle. Le preguntó:

-¿No se ha percatado de la extraña lentitud con la que se mueve?
-No, no he notado nada.
-Es raro... Podría ser que sus músculos se estén atrofiando.

Luego le auscultó, descubriendo que sus latidos también eran más lentos de lo que sería normal. A falta de más pruebas y una respuesta mejor, el médico le diagnosticó estrés y le recetó reposo absoluto. Alberto, preocupado, volvió a su piso andando, pues perdió el autobús.

Su extraña “enfermedad” no remitió con el reposo, sino todo lo contrario. Cada vez iba más despacio. Una mañana bajó a comprar el pan y cuando salió por el portal era ya de noche. Fue la última vez que se atrevió a salir de casa. Al fin y al cabo, podía pasarle cualquier cosa. ¿Y si por ejemplo intentaba cruzar un paso de cebra? Podrían detenerle por obstaculizar el tráfico o, peor aún, atropellarle. Para colmo de males, cuando telefoneó a su médico para contarle el agravamiento de su dolencia descubrió que no podían entenderse, debido a que Alberto ahora hablaba con una lentitud desesperante, prácticamente a fonema por minuto, aunque él no era consciente de esto. Pero la cosa no acababa ahí: Alberto tampoco podía entender a su médico, ya que le parecía que éste hablaba a una velocidad de vértigo. Abatido, colgó el teléfono.

Siguió empeorando. Una mañana, al asomarse por la ventana, descubrió que estaba nevando. En agosto. O al menos era agosto cuando se acostó, pensó. Lloró durante lo que le parecieron semanas. Quizás lo fueron.

A partir de entonces, Alberto se preguntaba todas las noches si a la mañana siguiente tardaría cien años en levantarse de la cama.

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