Estoy aquejado de una grave enfermedad que he llamado "síndrome de telecomedia". La enfermedad consiste en realizar comentarios supuestamente graciosos en situaciones en las que el sentido común lo desaconseja de forma tajante. Pues no es tan raro, pensarán ustedes, pero es que no me han dejado terminar. Verán, no es que yo no me dé cuenta de que me perjudicará hacer tales comentarios, no, de hecho me doy cuenta perfectamente, lo que sucede es que una fuerza invisible me empuja a hacerlos... porque es como si creyera que hay un público observándome y, claro, quiero agradar a ese público. Así que no me importa que mis interlocutores reales piensen que soy un gilipollas si consigo ganarme las risas y aplausos del público imaginario. De este modo he hecho cosas en esta vida que me han perjudicado frente a profesores, amigos, ex novias, etc, sólo porque el deseo de hacer reír al público fantasmal era demasiado fuerte.
Por ejemplo, una vez en el colegio insulté de forma jocosa y sibilina a uno de los matones oficiales cuando se acercó a amedrentarnos a un amigo y a mí. No lo pude evitar, era el demonio quien me empujaba a hacerlo. Lo hice de una forma muy divertida, seguro que el público estuvo encantado. El matón, por suerte, no tenía muchas luces, así que me miró confundido y se marchó. Por el contrario, mi amigo quería asesinarme allí mismo, ya que estaba convencido de que le salpicaría la mierda en cuanto el matón pensase un poco y volviese a darme justa muerte. Y, efectivamente, el matón volvió poco después y me preguntó si es que le había estado vacilando antes. Y entonces una lucecita se encendió en mi cerebro y me susurró: "no puedes defraudar a tu público, cierra el capítulo -o la serie, no lo descartemos- a lo grande". Y volví a hacerlo.
A lo mejor es todo afán de protagonismo. Como decía Robert Crumb: "tengo demasiado ego como para conformarme con un papel secundario en esta vida". Yo quisiera llegar a los sitios y que la gente aplaudiera.
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