El viernes supuestamente se estrenó en España "Saraband", la última película de Ingmar Bergman y continuación de "Secretos de un matrimonio", rodada hace 30 años y, casualmente, una de mis películas favoritas de este sueco gruñón. Pues bien, digo supuestamente porque parece ser que, en estos tiempos de separatismo que vivimos, Málaga tampoco es España, ya que ningún cine ha considerado que sea buena idea exhibir esta película. La verdad es que, desde un punto de vista capitalista, no les culpo, pero está muy mal que ni siquiera alguno de los cines minoritarios y frecuentados por frikis e intelectualoides de medio pelo (como el cine Albéniz) se haya arriesgado. Luego dicen que es muy feo bajar pelis de internet, ¡pero es que a veces te obligan ellos!
Ya que hablamos de descargas moralmente satánicas, aprovecho para dejar constancia de mi intelectualidad al decir que me estoy bajando dos películas de Rohmer ("Cuento de otoño" y "Cuento de primavera") y, ya puestos y en un acto de osadía por mi parte, "La pasión de Juana de Arco", de Dreyer. Piensen que lo hago para compensar, que me iba a embrutecer con tanto porno húngaro.
Volviendo a Saraband, en realidad no sé si verla, puesto que la primera me encantó y no me gustaría que lo estropeara una continuación innecesaria. La ficción siempre ha tenido amplias ventajas (y amplias vistas) sobre la realidad, y entre ellas se encuentra que se compone de mundos que terminan. En la vida real no sucede, por ejemplo, que, cuando una chica te dice que esperes 6 meses a que vuelva del extranjero, la cámara te enfoque en un primer plano con un blanco y negro cojonudo, suene la música y aparezcan luego los títulos de crédito. No, normalmente te quedas con cara de tonto, dices alguna estupidez y luego tienes que esperar 6 meses, que tienen cada uno de ellos un montón de días, días que están llenos de horas y éstas últimas contienen 60 minutos cada una, y el tiempo pasa despacio, despacio... Y cuando han pasado los 6 meses, resulta que la chica viene con un novio que conoció en París y que es artista, aunque su arte consista en hacer figuritas de barro que vende luego a turistas y ancianos con cataratas. Yo he probado alguna vez a actuar como si estuviera inmerso en un mundo de ficción, pero a la mañana siguiente ha salido el sol como si nada. Por ejemplo, después de mi traumática huída del autobús del infierno en el que mi ex me sometía a un tercer grado, iba en el tren de vuelta a casa sumido en oscuros pensamientos (como, por ejemplo, trabajar en una compañía de seguros), saqué de un bolsillo la piruleta que me había dado unos horas antes María Eugenia y me la comí mientras pensaba "este podría ser el último momento dulce de tu vida". Pero aunque me quedó muy melodramático, al día siguiente todo seguía igual, sin fundidos en negro o bandas sonoras apasionantes. Así que, ya ven, a pesar de todo mi pensamiento mágico tampoco se me da bien vivir de forma ficticia.
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