(Publicado también en El Otro Diario)
En los últimos meses el crimen organizado se había adueñado casi por completo de la ciudad. Obispos católicos amedrentaban a los comerciantes para que aceptaran su “protección” a cambio de un porcentaje de los beneficios. Decían cosas como “bonita alma, sería una pena que le pasara algo”, y acto seguido excomulgaban y negaban la salvación si no se accedía a sus deseos. Otras veces, sin embargo, optaban sólo por destrozar la tienda.
Las guerras de bandas se sucedían continuamente. Una noche un grupo de rabinos ametrallaba en un restaurante a unos imanes musulmanes en respuesta a los ataques a sus negocios. Otro día un monje budista era encontrado flotando en el río con un tiro en la nuca. Los hare krisna y los protestantes se mataban por el control de los muelles. La población sólo podía asistir aterrada e impotente a esta orgía de violencia y destrucción, puesto que la policía y los políticos no hacían nada debido a que mantenían negocios con las distintas familias religiosas, y cuando actuaban era sólo para perjudicar a los rivales de aquella a la que debían fidelidad, pero nunca para erradicar el crimen en su totalidad. Así, por ejemplo, no se hacía nada para acabar con el contrabando de vino de misa a pesar de la Ley Seca.
Todo por el control de la fe en la ciudad.
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