(Publicado también en El Otro Diario, cuando lo publiquen)
Un día, sin motivo aparente, los empresarios y banqueros del país abandonaron sus oficinas al grito de “no me pase llamadas, señorita” y se encaminaron a las obras más cercanas que pudieron encontrar donde, ante el pasmo de capataces y obreros, exigieron que se les pusiera a trabajar de inmediato en el noble arte de juntar ladrillos con otros para construir edificios. Los albañiles reaccionaron con violencia frente a lo que consideraron recochineo por parte del gran capital, pero la actitud pasiva de los empresarios ante los golpes que recibían convenció a los primeros de la sinceridad de sus intenciones. Por raro que pareciera, todos los empresarios de España querían ser albañiles.
Pronto la noticia corrió como un reguero de pólvora por las redacciones y agencias de prensa de todo el país. Las cadenas de televisión interrumpieron su programación para ofrecer un avance especial de lo que estaba ocurriendo. Se decía que Emilio Botín había sido visto cargando una carretilla llena de ladrillos sin que nadie le obligara a ello. El Ministro de Trabajo anunció que el Gobierno no tenía nada que ver con esta invasión y que los puestos de trabajo de los albañiles serían respetados. Mariano Rajoy declaró ante los medios que los empresarios eran libres de albañilear todo lo que quisieran y que el Gobierno no respetaba sus derechos y los marginaba frente a otros grupos como el lobby gay. CC.OO. criticó que los nuevos aspirantes a albañiles no estuvieran sindicados.
Y, de pronto, llegó el escándalo. Una cadena de televisión conectó en directo con una obra de Madrid y millones de españoles pudieron contemplar cómo José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero mezclaban cemento en vaqueros y camiseta imperio. La epidemia había llegado hasta las más altas alturas. Los albañiles reaccionaron organizando manifestaciones masivas cada 15 minutos para protestar por la invasión de sus puestos de trabajo por parte de obreros no especializados. “ZP, quiero un albañil”, “Por la albañilería, por la libertad”, “Carod al paredón (pero paredón levantado por albañiles)”, rezaban las diversas pancartas.
Los días pasaban y la crisis no se solucionaba, lo que llenaba de inquietud a empresarios, albañiles y gobernantes del resto de la Unión Europea, quienes temían que el fenómeno se extendiera por sus países. Chirac propuso cerrar la frontera con España no sin antes arrojar al asfalto las fresas que transportasen los camiones españoles. Berlusconi le pidió a Blair que la policía inglesa disparara contra él si le veían acercarse a un ladrillo. Schoder declaró que era tiempo de cohesión europea, no de disensión, pero nadie le hizo caso, ya que se empeñaba en hablar en alemán. En Estados Unidos trascendió que Bush había decidido no bombardear España tras preguntarle a Condolezza Rice por sus yacimientos petrolíferos.
Cuando la situación se hacía insostenible en España por la escasez de cemento y ladrillos y la edificación indiscriminada en mitad de las carreteras, playas, campos de fútbol y de golf, el Papa Benedicto XVI anunció al mundo que construir edificios con las propias manos era bueno, católico y heterosexual, y que él mismo iba a dar ejemplo levantando un edificio de apartamentos en plena Plaza de San Pedro, tras lo cual se puso su casco de obrero, enarboló su paleta de albañil y empezó a trabajar ante la mirada atenta de los fieles, que aplaudieron con alegría.
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