lunes, 21 de junio de 2004

Oh, Dios

Aquella mañana, a eso de las siete y media, Pérez remojaba una deliciosa magdalena proustiana en su tazón de leche cuando, de pronto, apareció en su cocina un ángel entre música celestial de trompetas (celestiales) que, con meliflua voz, dijo:

- Pérez, ¿estará usted en casa entre las 18:00 y las 19:00 del próximo domingo?

Pérez recogió la magdalena del suelo mientras observaba con expresión bovina al querubín que aleteaba por su cocina. Luego, intentando aparentar normalidad, respondió:

- Para pedir cita lo mejor es que llame a mi oficina.

El Ángel Anunciador le lanzó una mirada de reprobación a Pérez, que instintivamente intentó protegerse tras la magdalena. Luego exclamó:

- ¡Regocíjate, oh, hermano, pues Dios se presentará a tu casa a merendar este domingo! ¡Cantemos y celebremos su Omnipotencia, sobre todo si hace buen tiempo! Ten todo dispuesto, Pérez, pues el señor te ha elegido entre todos los oficinistas para ser testigo de su Gloria. Difunde la buena nueva.

Y entre destellos luminosos, desapareció, dejando a Pérez desconsolado, pues su mísero sueldo no llegaba para pagar psiquiatras o, en el peor de los casos, viandas del gusto divino. Pero lo primero era lo primero: por si acaso, decidió sacrificar unos cereales al Señor. Se levantó de la silla, abrió la alacena, sacó los Krispies de Kellogs y, con voz profunda, dijo: “te entrego estos Krispies en sacrificio, oh, Señor”. Y procedió a acuchillarlos debidamente.

Los siguientes días Pérez apenas tuvo descanso: adquirió refinadas pastas, diversos inciensos aromáticos, invitó a familiares y amigos a asistir a tan maravilloso acontecimiento (su madre insistió en hacerle una prueba de alcoholemia al oír la historia, pero una vez realizada aceptó la invitación, eso sí, a regañadientes), decoró su casa, y en especial la sala de estar, con motivos religiosos tales como bufandas deportivas de hinchas de Dios, crucifijos que llevaban un Cristo sonriente, estampitas de vírgenes (su tía la solterona, por ejemplo), etc.

Cuando llegó el gran día, tras alguna pequeña discusión acerca de la minifalda excesivamente corta (aunque algunos opinaban que era excesivamente larga) de una de las invitadas, todos se sentaron en sus respectivos asientos mientras, con emoción contenida, pensaban en lo que le pedirían a Dios: un buen afeitado, riquezas, 10 centímetros más (no diremos dónde), el amor de las mujeres, la eterna juventud, un cambio de sexo, la eterna erección, ser el presidente de su equipo de fútbol y etc.

Empezaban ya a impacientarse, y a mirar con intenciones homicidas a Pérez, cuando, de repente, resonaron en la estancia los primeros acordes de Stairway to heaven mientras en el centro de la habitación comenzaba a materializarse, en medio de una nube de humo, lo que parecía un señor bajito, calvo y con gafas. Todos contuvieron la respiración, en parte para no inhalar el humo, ante tal acontecimiento. Una mujer empezó a llorar. Otra a beber.

Dios llevaba un estúpido bigote. Sus primeras palabras, algo vacilantes y pronunciadas con voz chillona, fueron:

- Buenas tardes, venía a ofrecerles estos fabulosos descuentos para grupos para acceder al Cielo.

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