martes, 30 de junio de 2009
Historia mínima
Me voy a trabajar, cariño, dijo ella, ¿quieres algo de la tienda? Yo, como el subnormal en el que sin duda me había convertido, le dije que no, gracias, y que la quería, aunque sabía que iba a reunirse con su amante mientras yo escribía un artículo sobre la decadencia del amor en Occidente.
lunes, 29 de junio de 2009
La imposibilidad
—¿Cuándo vas a escribir esa novela? —me pregunta.
Cómo decirle que me paso el día entero pensando en acostarme con ella.
Cómo decirle que me paso el día entero pensando en acostarme con ella.
domingo, 28 de junio de 2009
Tanatología
—Oye, cariño, acabo de cruzarme con la Muerte en el pasillo.
—Ya empiezas con tus tonterías.
—Te lo digo en serio.
—¿Y qué hacía la Muerte?
—Miraba la pared, como si estuviera castigada. Tenía una cara muy seria.
—Es que la muerte no es cosa de risa.
—No me crees, muy bonito. ¿Quieres que te traiga la Muerte a la cocina? A ver si así te convences.
—Vale, pero ningún Jinete del Apocalipsis más, que es muy temprano.
Sale el hombre. Al rato vuelve acompañado de la Muerte. La mujer palidece.
—¿Qué? ¿Te lo crees ahora? ¿Estaba o no la Muerte en el pasillo?
—¿Pero qué hace aquí? ¿Es que vamos a morir?
—Me he perdido —dice la Muerte.
—¿Cómo que se ha perdido? —pregunta la mujer.
—Tenía una cita hoy. Un aneurisma. Pero he olvidado dónde era.
—Ahora que lo dice, a mí me duele un poco la cabeza —interviene el hombre.
—Lo dice usted sólo para reconfortarme. Pero gracias.
—Hay que ayudarse entre vecinos —responde el hombre.
La mujer le da una aspirina a su marido. La Muerte sigue lamentándose mientras tamborilea con los huesudos dedos en el mantel.
—Es la primera vez que me pasa esto. Yo, que siempre he sido implacable.
—Bueno, bueno, no se martirice usted tanto —dice el hombre—. Además, no será tan grave; es sólo una muerte menos.
—Crea un peligroso precedente. Ahora mismo hay alguien por ahí viviendo un tiempo que no le corresponde, ¿no lo entiende?
—Seguro que nadie se da cuenta —dice la mujer.
—Pero me doy cuenta yo. Es una mancha en mi expediente. Millones y millones de muertes sin fallo... y ahora este error imperdonable. ¿Qué Muerte es una que no mata?
—¿Y no podría sustituir a la víctima por otra? —dice el hombre—. Creo que a mi jefe le vendría muy bien un aneurisma.
—Sería una solución, pero no se tapa un error con otro. Yo no hago las cosas así, al menos.
—Sólo era una sugerencia.
—Creo que lo mejor es que me vaya a casa a reflexionar. Quizá tenga apuntado en algún sitio dónde tenía que ir hoy y a quién tenía que matar.
—Es una excelente idea —dice la mujer—. En casa, con tranquilidad, verá las cosas de otro modo. Puede que sólo se haya retrasado esa muerte unas horas.
—Tiene usted razón. Me marcho, gracias por todo.
—Vuelva usted pronto —dice el hombre.
La mujer palidece aún más.
—Ya empiezas con tus tonterías.
—Te lo digo en serio.
—¿Y qué hacía la Muerte?
—Miraba la pared, como si estuviera castigada. Tenía una cara muy seria.
—Es que la muerte no es cosa de risa.
—No me crees, muy bonito. ¿Quieres que te traiga la Muerte a la cocina? A ver si así te convences.
—Vale, pero ningún Jinete del Apocalipsis más, que es muy temprano.
Sale el hombre. Al rato vuelve acompañado de la Muerte. La mujer palidece.
—¿Qué? ¿Te lo crees ahora? ¿Estaba o no la Muerte en el pasillo?
—¿Pero qué hace aquí? ¿Es que vamos a morir?
—Me he perdido —dice la Muerte.
—¿Cómo que se ha perdido? —pregunta la mujer.
—Tenía una cita hoy. Un aneurisma. Pero he olvidado dónde era.
—Ahora que lo dice, a mí me duele un poco la cabeza —interviene el hombre.
—Lo dice usted sólo para reconfortarme. Pero gracias.
—Hay que ayudarse entre vecinos —responde el hombre.
La mujer le da una aspirina a su marido. La Muerte sigue lamentándose mientras tamborilea con los huesudos dedos en el mantel.
—Es la primera vez que me pasa esto. Yo, que siempre he sido implacable.
—Bueno, bueno, no se martirice usted tanto —dice el hombre—. Además, no será tan grave; es sólo una muerte menos.
—Crea un peligroso precedente. Ahora mismo hay alguien por ahí viviendo un tiempo que no le corresponde, ¿no lo entiende?
—Seguro que nadie se da cuenta —dice la mujer.
—Pero me doy cuenta yo. Es una mancha en mi expediente. Millones y millones de muertes sin fallo... y ahora este error imperdonable. ¿Qué Muerte es una que no mata?
—¿Y no podría sustituir a la víctima por otra? —dice el hombre—. Creo que a mi jefe le vendría muy bien un aneurisma.
—Sería una solución, pero no se tapa un error con otro. Yo no hago las cosas así, al menos.
—Sólo era una sugerencia.
—Creo que lo mejor es que me vaya a casa a reflexionar. Quizá tenga apuntado en algún sitio dónde tenía que ir hoy y a quién tenía que matar.
—Es una excelente idea —dice la mujer—. En casa, con tranquilidad, verá las cosas de otro modo. Puede que sólo se haya retrasado esa muerte unas horas.
—Tiene usted razón. Me marcho, gracias por todo.
—Vuelva usted pronto —dice el hombre.
La mujer palidece aún más.
sábado, 27 de junio de 2009
La vanidad masculina
—Joder, qué gorda se te ha puesto; si me follas el culo ahora, me vas a destrozar —dice ella.
Él no sabe qué se le hincha más, si el ego o la polla.
viernes, 26 de junio de 2009
El amargor
Un hombre anónimo observa a una mujer también anónima. Están en una calle cualquiera de la ciudad. La mujer anda a buen ritmo, el hombre la observa desde su ventana, en un tercer piso. Cómo se llamará, se pregunta él. Seguro que tiene nombre, añade, y enseguida se da cuenta de lo estúpido que es el comentario. Qué tortura mirarla y no tenerla, se dice después, aunque sabe que está exagerando. Pero sólo un poco.
La mujer levanta la vista y se pregunta si ese hombre tan triste estará pensando en saltar por la ventana.
La mujer levanta la vista y se pregunta si ese hombre tan triste estará pensando en saltar por la ventana.
jueves, 25 de junio de 2009
Les amants réguliers (5)
—Me he pintado las uñas de naranja.
—Como el día del cementerio, cuando quedamos por primera vez.
—Es cierto. Pero no llevo mi atuendo de Jules et Jim.
—De eso hace ya once años y todavía estamos así. Anda que si lo llegas a saber entonces... no te habrías presentado.
Ella se ríe.
—Como el día del cementerio, cuando quedamos por primera vez.
—Es cierto. Pero no llevo mi atuendo de Jules et Jim.
—De eso hace ya once años y todavía estamos así. Anda que si lo llegas a saber entonces... no te habrías presentado.
Ella se ríe.
miércoles, 24 de junio de 2009
Treinta años no es nada
Para enfado de los organizadores, el XXX Certamen de Literatura Joven de Pinares de Entretiempo sólo recibió relatos pornográficos.
martes, 23 de junio de 2009
La larga noche
Boris Stravinski tenía sueño, pero no podía dormir. O quería dormir, pero no tenía sueño. No lo tenía nada claro. Se acostó literalmente. Esto es, en una litera. Luego probó lateralmente, que era más cómodo. Dos horas después decidió que en esa postura no iba a conseguir dormirse. Se levantó, se rascó la nuca, echó a andar. No llegó muy lejos, pues la habitación era pequeña. Se detuvo frente a una estantería llena de libros. Quizá leyendo le entrara sueño, pensó. Cogió un volumen de las memorias de Fray Gregorio de Leopoldo de María, misionero en Cincinnati. Un rato después dejó de leer; se estaba divirtiendo y el objetivo era lo contrario. Se sintió un tanto ridículo con tanto insomnio. Claro, se suponía que dormir era coser y cantar, pero es que ambas cosas se le daban fatal: nunca había conseguido la coordinación necesaria para hacer las dos cosas a la vez sin pincharse o desafinar.
Encendió la tele. En las noticias hablaban de un tiroteo en una juguetería entre dos bandas de niños. Había siete heridos y un secuestrado. Luego informaron de un asesinato. Al parecer, un hombre había matado a su familia por mandato divino. Afirmaba que se lo habían dicho las palomitas mientras se hacían en el microondas, en código morse. A Boris Stravinski le entró hambre, pero no sueño.
Encendió la tele. En las noticias hablaban de un tiroteo en una juguetería entre dos bandas de niños. Había siete heridos y un secuestrado. Luego informaron de un asesinato. Al parecer, un hombre había matado a su familia por mandato divino. Afirmaba que se lo habían dicho las palomitas mientras se hacían en el microondas, en código morse. A Boris Stravinski le entró hambre, pero no sueño.
lunes, 22 de junio de 2009
La muerte
Señorita, soy sepulturero desde hace veinte años y no sabe usted lo trágica que es la muerte, lo trágica y burocrática, que recibo paquetes a diario, cajas llenas de muertos que tengo que enterrar. Es una vida tan extraña. O una muerte. Escondo a los difuntos bajo tierra, como si fueran un tesoro pirata, pero el caso es que ya nadie los quiere. No viene nadie a desenterrarlos. Bueno, sí, a veces: satánicos y gente de peor ralea. Aprendices de doctor Frankenstein. Pero son casos aislados, normalmente no viene nadie. Como le decía, los dejo bajo tierra o los almaceno en nichos, como si los estuviera archivando. Soy un oficinista de la muerte, pienso a veces. Todos los muertos tienen su correspondiente identificación, la fecha de nacimiento y la de defunción, somos muy meticulosos. Creo que la muerte es más ordenada que la vida, pero igual de vacía: sólo nombres y fechas que en realidad no significan gran cosa.
domingo, 21 de junio de 2009
Les amants réguliers (4)
—Toma, te he traído el libro de las cartas de amor.
—Ah, gracias. ¿Me lo dejas o es para mí?
—Es para ti, en casa tengo más.
Lo mira, pasa las páginas, lo cierra de pronto al llegar a mi carta.
—No sé si quiero tenerlo —dice sin mirarme.
—¿Por qué no?
—Porque me hace daño.
—Qué mona eres. ¿Por qué no puedes ser siempre así?
—Me da pena —dice ignorando mi comentario.
—Un momento, ¿qué te da pena exactamente? Espero que no sea yo, cabrona.
—No, me da pena lo que han cambiado las cosas.
—Oye, yo quería pasarme la vida entera escribiéndote a ti. Contigo no perseguiría a chicas jóvenes. Bueno, quizá sí lo haría, pero siempre volvería amantísimo a tus brazos.
—Eres un cier... un cielo. Vaya, casi me trabuco y digo «cierdo» en vez de «cielo».
—Eso es porque dudabas entre «cerdo» y «cielo», no lo tenías claro del todo.
Ella se ríe.
—Ah, gracias. ¿Me lo dejas o es para mí?
—Es para ti, en casa tengo más.
Lo mira, pasa las páginas, lo cierra de pronto al llegar a mi carta.
—No sé si quiero tenerlo —dice sin mirarme.
—¿Por qué no?
—Porque me hace daño.
—Qué mona eres. ¿Por qué no puedes ser siempre así?
—Me da pena —dice ignorando mi comentario.
—Un momento, ¿qué te da pena exactamente? Espero que no sea yo, cabrona.
—No, me da pena lo que han cambiado las cosas.
—Oye, yo quería pasarme la vida entera escribiéndote a ti. Contigo no perseguiría a chicas jóvenes. Bueno, quizá sí lo haría, pero siempre volvería amantísimo a tus brazos.
—Eres un cier... un cielo. Vaya, casi me trabuco y digo «cierdo» en vez de «cielo».
—Eso es porque dudabas entre «cerdo» y «cielo», no lo tenías claro del todo.
Ella se ríe.
sábado, 20 de junio de 2009
Capítulo 1750
En un supermercado, Alba me pregunta si puedo quedarme con Max mientras ella va a por el agua. No hay problema, contesto. Me quedo solo con el niño y le digo:
—Bueno, Max, ¿qué te parece si aprovechamos ahora que tu madre está distraída y vamos a un polígono industrial a buscar prostitutas?
Una señora gorda me mira mal.
—Bueno, Max, ¿qué te parece si aprovechamos ahora que tu madre está distraída y vamos a un polígono industrial a buscar prostitutas?
Una señora gorda me mira mal.
viernes, 19 de junio de 2009
Vinieron del espacio exterior
Llegaron a eso de las siete de la tarde, una hora menos en Canarias. Eran verdes y de una de las lunas de Saturno. Hablaban de paz y hermanamiento interplanetario, lo que encandiló a los terráqueos. Tenían, no obstante, la costumbre de reproducirse por esporas que fecundaban por igual a los hombres y mujeres que tenían la mala fortuna de estar respirando. La Humanidad reaccionó con indignación ante tal intromisión en su intimidad (y en sus úteros y estómagos), pero la Iglesia se mostró comprensiva ante este fenómeno. Por una parte, los obispos declararon que el mismo Dios —o una paloma como representante legal— había descendido de los cielos para preñar a una humana (cosa que, por cierto, ya la habían hecho mucho antes varios dioses griegos, aunque esto lo obvió la Iglesia). Por otro lado, recordaron a los feligreses que el aborto seguía siendo un crimen horrendo aunque el feto fuera una tenia intergaláctica y que la vida empezaba en el momento de la concepción. Y no olvidemos lo bonita que es la procreación sin sexo, añadió un obispo con una sonrisa.
jueves, 18 de junio de 2009
Muñecos de cera
Hay una pequeña luz en la oscuridad: es el pasado, que es inventado y siempre vuelve, como un sueño recurrente. Ese no soy yo, pero se me parece. Bueno, no demasiado, sonríe más que yo; yo he sonreído sólo de vez en cuando y casi siempre por imitación. Pero eso era antes. Ahora cierro los ojos a la sombra de los buitres, entre las flores del mal. Yo ya no sé escribir de ti. El amor dura lo que este momento, que ya ha terminado.
miércoles, 17 de junio de 2009
En la bañera
«Pompas fúnebres», piensa mientras mira la espuma. Y decide dejar para otro día lo de cortarse las venas.
martes, 16 de junio de 2009
Agentes del karma
Como de costumbre, Jack Zen tenía que resolver un extraño caso. Habían asesinado en su despacho al profesor Walter Kleinermann, eminente doctor de Patafísica Cuántica. El cadáver estaba disecado, lo que podría achacarse a su avanzada edad, pero la secretaria del profesor Kleinermann aseguró con vehemencia que en vida éste había presentado mucho mejor aspecto. Así, alguien había acabado con la vida del profesor y luego se había dedicado a disecar el cadáver. Con qué fin, se preguntaba Jack Zen mientras examinaba el cuerpo. El muerto no era de mucha ayuda: estaba sentado frente al escritorio sin moverse ni decir nada. Ya podía haber garabateado el nombre de su asesino en el último momento, como en las novelas malas, se dijo.
El inspector Papadopoulos entró en ese momento abrigado con un voluminoso bigote.
—Zen, cuénteme lo que ha averiguado —dijo.
—Es el trabajo de un profesional, sin duda. He consultado con el forense y dice que nunca había visto un trabajo tan bueno.
—Bien, detengamos a los taxidermistas de la ciudad.
—Quizá sería excederse.
—Somos la policía, es nuestro trabajo. Pero puede que tenga usted razón, mejor actuar con mesura por ahora. ¿Ha encontrado alguna otra pista?
—Dice la secretaria que falta un libro: El diablo es cinturón negro de kárate.
—¿Y qué significa eso?
—Pues... que al asesino le interesa el satanismo o las artes marciales, supongo.
—Un taxidermista satánico y karateca, lo que nos faltaba.
—Bueno, sólo son suposiciones. En realidad, me ha dicho la secretaria del profesor Kleinermann, la señorita Benjamenta, que el libro es un ensayo del ahora difunto.
—¿Y de qué habla el ensayo? —preguntó el inspector.
—Según he entendido, dice que el universo es un tatami existencial en el que batallan dos fuerzas contrarias que intentan imponerse sobre la otra, pese a la inutilidad del esfuerzo, pues estamos hablando de una fuerza imparable que se encuentra con un objeto inamovible. O algo así.
—Francamente, Zen, no entiendo nada.
—También afirma que no siempre la existencia precede a la esencia, que hay excepciones.
—¿Cómo cuáles?
—Los judíos.
—¿Era antisemita el profesor Kleinermann?
—Bueno, era alemán.
—Para mí eso es suficiente. Si no estuviera muerto, lo detendría ahora mismo. De hecho, estoy dispuesto a dictaminar que se ha asesinado él solo.
—Me parece bastante improbable que se disecara después de muerto.
—Usted no conoce a los nazis, Zen, son capaces de todo.
El inspector Papadopoulos entró en ese momento abrigado con un voluminoso bigote.
—Zen, cuénteme lo que ha averiguado —dijo.
—Es el trabajo de un profesional, sin duda. He consultado con el forense y dice que nunca había visto un trabajo tan bueno.
—Bien, detengamos a los taxidermistas de la ciudad.
—Quizá sería excederse.
—Somos la policía, es nuestro trabajo. Pero puede que tenga usted razón, mejor actuar con mesura por ahora. ¿Ha encontrado alguna otra pista?
—Dice la secretaria que falta un libro: El diablo es cinturón negro de kárate.
—¿Y qué significa eso?
—Pues... que al asesino le interesa el satanismo o las artes marciales, supongo.
—Un taxidermista satánico y karateca, lo que nos faltaba.
—Bueno, sólo son suposiciones. En realidad, me ha dicho la secretaria del profesor Kleinermann, la señorita Benjamenta, que el libro es un ensayo del ahora difunto.
—¿Y de qué habla el ensayo? —preguntó el inspector.
—Según he entendido, dice que el universo es un tatami existencial en el que batallan dos fuerzas contrarias que intentan imponerse sobre la otra, pese a la inutilidad del esfuerzo, pues estamos hablando de una fuerza imparable que se encuentra con un objeto inamovible. O algo así.
—Francamente, Zen, no entiendo nada.
—También afirma que no siempre la existencia precede a la esencia, que hay excepciones.
—¿Cómo cuáles?
—Los judíos.
—¿Era antisemita el profesor Kleinermann?
—Bueno, era alemán.
—Para mí eso es suficiente. Si no estuviera muerto, lo detendría ahora mismo. De hecho, estoy dispuesto a dictaminar que se ha asesinado él solo.
—Me parece bastante improbable que se disecara después de muerto.
—Usted no conoce a los nazis, Zen, son capaces de todo.
lunes, 15 de junio de 2009
Messenger
—Estoy como una cuba, nena.
—Me lo imaginaba.
—¿Qué llevas puesto?
—Míchel, está aquí mi chico.
—¿Eso es que estás desnuda?
—Me lo imaginaba.
—¿Qué llevas puesto?
—Míchel, está aquí mi chico.
—¿Eso es que estás desnuda?
domingo, 14 de junio de 2009
Medicina moderna
«Doctor Carnicero, acuda a pediatría», anunció la megafonía del hospital. El aludido suspiró. Por qué se empeñarían en llamarle por su segundo apellido, se preguntó, por qué no podían dejarse de bromas y respetarle como el profesional que era. Por qué tenían que ser unos cabrones de mierda, en definitiva.
En pediatría había un señor de mediana edad aquejado de síndrome de Peter Pan. Le recetó una dosis de realidad y Efemérides, la enfermera, se encargó de administrársela hablándole de responsabilidades, hipotecas, sueños frustrados, ex mujeres y pensiones alimenticias, chavales que te dan una paliza y lo graban con el teléfono móvil, días grises en el sofá, el gobierno, la oposición, el colesterol, etcétera.
—¿Pero entonces no existe la magia en el mundo? —preguntó, con voz trémula, el paciente en un último esfuerzo por no curarse.
—Bueno, yo una vez vi un unicornio —intervino el doctor.
—¿En serio?
—Sí, en la película Legend. Y en Blade Runner, aunque era el mismo.
Después le dio el alta al paciente, que por fin había asumido su edad y entendía que el mundo era una tragedia constante que no merece vivirse.
Efemérides bamboleaba sus colosales pechos de un lado a otro de la habitación. «Doctor», dijo, «tiene otro paciente esperándole». El paciente era un famoso actor que padecía de diversas dolencias que seguramente estaba fingiendo; lo que no era de extrañar, pues había estado representando, con gran éxito de crítica y público, El enfermo imaginario en un teatro de la ciudad.
—Buenos días, señor Finisterre —dijo el doctor—. ¿Qué le duele hoy?
—Doctor, hace mucho que me muero. Cada día me queda menos de vida.
—Bueno, sí, pero eso es totalmente normal, nos pasa a todos.
—Pero lo mío es más serio, ¿es que no lo entiende? Por las noches me siento cansado y veo peor que durante el día.
—Le repito que es normal —insistió el doctor.
—También se me han hinchado las piernas.
—Eso ya es otra cosa.
El doctor Carnicero, que de primer apellido se llamaba Martínez, examinó las piernas. Estaban negras y retorcidas, como troncos quemados por el fuego.
—Esto no tiene buen aspecto, señor Finisterre. Me temo que habrá que amputar.
—Pero serán amputaciones temporales, ¿no?
—La verdad es que hasta ahora todas mis amputaciones han sido definitivas.
—Qué calamidad. ¿Y no podrían poner mis piernas en una incubadora, esperar a que sean viables y reimplantármelas después?
—Podríamos intentarlo, pero piense en los riesgos: tendría que amamantarlas y cambiarles los pañales durante un buen tiempo.
—Es un precio muy pequeño por seguir luciendo con elegancia pantalones largos.
—De acuerdo; iré preparando el quirófano.
—Una cosa más, doctor: la anestesia me da mucho miedo, ¿sería posible que me himnotizaran?
—La eficacia de la hipnosis no está demostrada, señor Finisterre.
—Pero yo no he pedido que me hipnoticen, sino que me himnoticen. Es decir, que me canten himnos religiosos. Pertenezco a la Iglesia Adventista del Primer Semestre, ¿sabe? Cuando escucho loas musicales al Señor, entro en una especie de trance; trance que es de lo más conveniente cuando viene la familia política de visita, por cierto.
—No sé, lo encuentro altamente irregular, pero haré lo que pueda.
—Gracias, doctor Carnicero.
El doctor Martínez Carnicero suspiró con resignación.
En pediatría había un señor de mediana edad aquejado de síndrome de Peter Pan. Le recetó una dosis de realidad y Efemérides, la enfermera, se encargó de administrársela hablándole de responsabilidades, hipotecas, sueños frustrados, ex mujeres y pensiones alimenticias, chavales que te dan una paliza y lo graban con el teléfono móvil, días grises en el sofá, el gobierno, la oposición, el colesterol, etcétera.
—¿Pero entonces no existe la magia en el mundo? —preguntó, con voz trémula, el paciente en un último esfuerzo por no curarse.
—Bueno, yo una vez vi un unicornio —intervino el doctor.
—¿En serio?
—Sí, en la película Legend. Y en Blade Runner, aunque era el mismo.
Después le dio el alta al paciente, que por fin había asumido su edad y entendía que el mundo era una tragedia constante que no merece vivirse.
Efemérides bamboleaba sus colosales pechos de un lado a otro de la habitación. «Doctor», dijo, «tiene otro paciente esperándole». El paciente era un famoso actor que padecía de diversas dolencias que seguramente estaba fingiendo; lo que no era de extrañar, pues había estado representando, con gran éxito de crítica y público, El enfermo imaginario en un teatro de la ciudad.
—Buenos días, señor Finisterre —dijo el doctor—. ¿Qué le duele hoy?
—Doctor, hace mucho que me muero. Cada día me queda menos de vida.
—Bueno, sí, pero eso es totalmente normal, nos pasa a todos.
—Pero lo mío es más serio, ¿es que no lo entiende? Por las noches me siento cansado y veo peor que durante el día.
—Le repito que es normal —insistió el doctor.
—También se me han hinchado las piernas.
—Eso ya es otra cosa.
El doctor Carnicero, que de primer apellido se llamaba Martínez, examinó las piernas. Estaban negras y retorcidas, como troncos quemados por el fuego.
—Esto no tiene buen aspecto, señor Finisterre. Me temo que habrá que amputar.
—Pero serán amputaciones temporales, ¿no?
—La verdad es que hasta ahora todas mis amputaciones han sido definitivas.
—Qué calamidad. ¿Y no podrían poner mis piernas en una incubadora, esperar a que sean viables y reimplantármelas después?
—Podríamos intentarlo, pero piense en los riesgos: tendría que amamantarlas y cambiarles los pañales durante un buen tiempo.
—Es un precio muy pequeño por seguir luciendo con elegancia pantalones largos.
—De acuerdo; iré preparando el quirófano.
—Una cosa más, doctor: la anestesia me da mucho miedo, ¿sería posible que me himnotizaran?
—La eficacia de la hipnosis no está demostrada, señor Finisterre.
—Pero yo no he pedido que me hipnoticen, sino que me himnoticen. Es decir, que me canten himnos religiosos. Pertenezco a la Iglesia Adventista del Primer Semestre, ¿sabe? Cuando escucho loas musicales al Señor, entro en una especie de trance; trance que es de lo más conveniente cuando viene la familia política de visita, por cierto.
—No sé, lo encuentro altamente irregular, pero haré lo que pueda.
—Gracias, doctor Carnicero.
El doctor Martínez Carnicero suspiró con resignación.
sábado, 13 de junio de 2009
Citas rápidas
—Hola, me llamo José Antonio.
—Yo soy Elena. Oye, me suena mucho tu cara.
—Será porque soy presentador de deportes en las noticias.
—Ah, vale, será por eso.
—¿Qué te parece el fichaje de Cristiano Ronaldo?
—¿Quién?
—¿No te gusta el fútbol?
—No demasiado.
—¿Y el baloncesto? A mí me encanta cuando los Lakers juegan como los ángeles. Los Ángeles Lakers, ¿lo pillas?
—Creo que estos están siendo los minutos más largos de mi vida.
—Pues yo espero que el árbitro añada unos cuantos minutos de descuento, aunque tampoco me importaría que nos marcháramos ya a la tanda de penaltis.
—Yo soy Elena. Oye, me suena mucho tu cara.
—Será porque soy presentador de deportes en las noticias.
—Ah, vale, será por eso.
—¿Qué te parece el fichaje de Cristiano Ronaldo?
—¿Quién?
—¿No te gusta el fútbol?
—No demasiado.
—¿Y el baloncesto? A mí me encanta cuando los Lakers juegan como los ángeles. Los Ángeles Lakers, ¿lo pillas?
—Creo que estos están siendo los minutos más largos de mi vida.
—Pues yo espero que el árbitro añada unos cuantos minutos de descuento, aunque tampoco me importaría que nos marcháramos ya a la tanda de penaltis.
viernes, 12 de junio de 2009
Kommunistichesky International Molodyozhi
—Yo creo que el secreto para ser un grupo legendario es tener una Kim. Los Pixies tenían una y Sonic Youth tiene otra.
—¿Y no habrá algún chico que se llame Kim? Para que haya más donde elegir, digo.
—Bueno, siempre se puede buscar un coreano.
—¿Y no habrá algún chico que se llame Kim? Para que haya más donde elegir, digo.
—Bueno, siempre se puede buscar un coreano.
jueves, 11 de junio de 2009
Patinaje artístico
Virtudes sale de casa patinando sobre hielo, lo que sorprende a sus vecinos no sólo porque sea verano, sino porque lleva muerta nueve meses. Su marido, ante este extraño fenómeno, declara: «siempre ha sido un poco excéntrica; tiene familia francesa». Virtudes no responde a los requerimientos que le hacen los viandantes: sigue patinando sobre un hielo que nadie más ve mientras se descompone bajo el sol de agosto. La policía no sabe cómo actuar, puesto que las ordenanzas municipales sobre muertos patinadores son poco claras.
Pronto el fenómeno se extiende y empiezan a aparecer más zombis sobre hielo en la ciudad. Lo que tienen en común, advierte un famoso presentador de un programa de salud, es que todos murieron nueve meses antes. La teoría que cobra más fuerza, por romántica y sencilla, es que los muertos han estado en un útero subterráneo, que la madre tierra los ha acogido en su seno durante un embarazo postmortem tras el cual los muertos han nacido de nuevo a la vida como patinadores incansables en el invierno de nuestro descontento, como dice un anciano que ha leído a Shakespeare y que ya se imagina patinando.
La Iglesia se muestra encantada ante todo esto, aunque esperaba que la resurrección de la carne fuera otra cosa. Los teólogos empiezan a buscar en los evangelios apócrifos referencias al patinaje entre Jesús y sus discípulos. Los obispos, mientras tanto, denuncian que la incineración es un método abortivo.
Pronto el fenómeno se extiende y empiezan a aparecer más zombis sobre hielo en la ciudad. Lo que tienen en común, advierte un famoso presentador de un programa de salud, es que todos murieron nueve meses antes. La teoría que cobra más fuerza, por romántica y sencilla, es que los muertos han estado en un útero subterráneo, que la madre tierra los ha acogido en su seno durante un embarazo postmortem tras el cual los muertos han nacido de nuevo a la vida como patinadores incansables en el invierno de nuestro descontento, como dice un anciano que ha leído a Shakespeare y que ya se imagina patinando.
La Iglesia se muestra encantada ante todo esto, aunque esperaba que la resurrección de la carne fuera otra cosa. Los teólogos empiezan a buscar en los evangelios apócrifos referencias al patinaje entre Jesús y sus discípulos. Los obispos, mientras tanto, denuncian que la incineración es un método abortivo.
miércoles, 10 de junio de 2009
No publicar
«¿Pero tú crees que alguna vez vas a estar satisfecho, Míchel?», me pregunta ella con sorna. Yo le sigo el juego y me río, aunque pienso: «seguro que despertarme cada día contigo ayudaría bastante».
martes, 9 de junio de 2009
Lógicas no clásicas
—¿Qué tal la noche?
—He bebido más de la cuenta. Estaba en casa de un amigo y no recuerdo haberme marchado, pero está claro que lo he hecho porque estoy aquí.
—He bebido más de la cuenta. Estaba en casa de un amigo y no recuerdo haberme marchado, pero está claro que lo he hecho porque estoy aquí.
lunes, 8 de junio de 2009
Lo sublime
—Las entradas más bonitas para esa, y a mí que me den.
—Es que no sé cómo hablar de ti sin poner cosas como que tu culo no es de este mundo.
—Jo. ¿Ves? Sólo te interesa mi culo.
—No es verdad. Yo quiero ser poeta, pero es que paseas el culo por todos lados y me desconcentras.
—Es que no sé cómo hablar de ti sin poner cosas como que tu culo no es de este mundo.
—Jo. ¿Ves? Sólo te interesa mi culo.
—No es verdad. Yo quiero ser poeta, pero es que paseas el culo por todos lados y me desconcentras.
domingo, 7 de junio de 2009
Vida y miserias del ya no tan joven escritor tercermundista
Voy a la entrega de premios del certamen de declaraciones de amor solo, lo que es elegante dentro de la desesperación habitual, pero un poco aburrido, es mejor hacerlo acompañado de una chica, que en general son más interesantes que los hombres, aunque seguramente digo esto porque soy heterosexual. Me siento en la última fila, que es una costumbre ya, y me encojo en el asiento cuando escucho a la señora del jurado referirse a mi relato diciendo que se nota el bagaje cultural del autor, que si las constantes citas literarias, blablablá. Vaya, si eso me lo criticaba Adriana, pienso yo, aunque no recuerdo que hubiera tantas citas en esta ocasión. Por un momento pienso en echarle un vistazo a mi carta, pero mejor no. Yo sólo me leo de vez en cuando, normalmente escribo y después lo olvido, que es siempre lo mejor.
Después de recoger el premio vuelvo a mi asiento y una señora que está sentada a mi lado me da la enhorabuena. Su hija, que ha quedado finalista, me dice que está dispuesta a quedarse con mi premio si por algún motivo no lo quiero. Yo sonrío y digo que no, gracias, que el dinero me viene muy bien. Es una chica guapa y escribe, qué bonito sería tirarle los tejos, pienso, pero la madre está presente y me mira con ojos abyectos de maternidad. Claro, está pensando que soy un melenudo y, encima, un melenudo que cita todo el rato, como Leopoldo María Panero, a ver si es que voy a estar loco o algo peor. Señora, no me juzgue usted mal, yo podría amar muy bien a su hija, piense que me han dado el segundo premio en un certamen de declaraciones de amor, eso tiene que significar algo, ¿no? Que soy un romántico impenitente, por supuesto. No haga caso a la parte esa de mi relato en la que hablo de sexo duro, eso era una licencia poética, yo en realidad prefiero hacer el amor a ritmo de vals que tocarían unos violinistas húngaros junto a la cama. Bueno, vale, no junto a la cama, no se ponga así, que sea en la calle, bajo la ventana. Yo una vez amé a una húngara, ¿sabe? La chica más bonita a ambos lados del Danubio. O algo así, que en realidad no era húngara, sólo le decían que lo parecía. La chica falsamente húngara que me rompió el corazón. Yo a ella quería romperle otra cosa... Eh, no, nada, murmuraba, sólo eso. ¿El qué? Citas literarias, supongo.
Después de recoger el premio vuelvo a mi asiento y una señora que está sentada a mi lado me da la enhorabuena. Su hija, que ha quedado finalista, me dice que está dispuesta a quedarse con mi premio si por algún motivo no lo quiero. Yo sonrío y digo que no, gracias, que el dinero me viene muy bien. Es una chica guapa y escribe, qué bonito sería tirarle los tejos, pienso, pero la madre está presente y me mira con ojos abyectos de maternidad. Claro, está pensando que soy un melenudo y, encima, un melenudo que cita todo el rato, como Leopoldo María Panero, a ver si es que voy a estar loco o algo peor. Señora, no me juzgue usted mal, yo podría amar muy bien a su hija, piense que me han dado el segundo premio en un certamen de declaraciones de amor, eso tiene que significar algo, ¿no? Que soy un romántico impenitente, por supuesto. No haga caso a la parte esa de mi relato en la que hablo de sexo duro, eso era una licencia poética, yo en realidad prefiero hacer el amor a ritmo de vals que tocarían unos violinistas húngaros junto a la cama. Bueno, vale, no junto a la cama, no se ponga así, que sea en la calle, bajo la ventana. Yo una vez amé a una húngara, ¿sabe? La chica más bonita a ambos lados del Danubio. O algo así, que en realidad no era húngara, sólo le decían que lo parecía. La chica falsamente húngara que me rompió el corazón. Yo a ella quería romperle otra cosa... Eh, no, nada, murmuraba, sólo eso. ¿El qué? Citas literarias, supongo.
sábado, 6 de junio de 2009
Comedia
ÉL. — Es una pena, con lo que yo te hacía reír. Bueno, quizá no tanto, era sólo que querías ligarme.
ELLA. — Yo quería que me follaras. Lo de la risa fueron efectos colaterales.
ELLA. — Yo quería que me follaras. Lo de la risa fueron efectos colaterales.
viernes, 5 de junio de 2009
Pequeñas carreras urbanas
Me molesta que me paren por la calle, sobre todo si no se trata de admiradoras, que, por otra parte, brillan por su ausencia. Una vez salía de un bar (bastante ebrio, por cierto) cuando escuché una voz femenina que decía: «eres Míchel, eres Míchel». Por fin, me dije yo, ya llega la fama que uno merece. Pero resulta que ya nos conocíamos, era una ex compañera de estudios. Qué feo es todo mirado de cerca. Volviendo a lo de ser parado por la calle, me molesta que lo hagan porque yo siempre voy a todas partes a paso ligero, casi corriendo, como si tuviera complejo de Antoine Doinel. Mi prisa, claro, es ficticia, pues no me espera nadie, pero yo aprieto el paso de todos modos, por si acaso, quién sabe, igual viene bien llegar pronto a los sitios. Iba yo el otro día a hacer unas gestiones cuando una señora entrada en carnes me dijo algo que no entendí, supongo que quería venderme algo; yo la miré brevemente y seguí mi camino. Oí que decía: tan hippie y tan antipático. Estuve a punto de pararme para quejarme y decirle que quizá aparente ser heavy, pero no hippie, que todavía hay clases, aunque lo de la antipatía estaba dispuesto a reconocérselo, era algo que me echaba en cara siempre Alba (por qué tienes que ser tan borde siempre, me decía, aunque yo creo que muy en el fondo lo encontraba atractivo). Pero no me paré, claro, porque detenerme para defenderme de las acusaciones de amor libre y flower power habría desmentido mi prisa y no hay que salirse del papel.
jueves, 4 de junio de 2009
Tres millones de páginas
Estoy sentado en la playa de La Concha, bebiendo. Es como estar en una habitación con vistas a la vida, pienso. Una chica rubia tontea con el típico matón. Me gustaría acostarme con esa chica en vez de estar aquí sentado, preocupado por los tres millones de páginas por escribir. Me digo que yo escribo igual que bebo: para olvidar la vida. O para hacer sonreír a una mujer. Alguna tontería así. No importa; mirar a esa chica es como si metieran mi corazón en una licuadora y luego me sirvieran la bebida resultante. El sabor sería muy amargo, claro. Me río, es por el alcohol.
En realidad, estoy todo el rato pensando en otra.
En realidad, estoy todo el rato pensando en otra.
miércoles, 3 de junio de 2009
El sueño del soldado
Me agacho junto al río, dejo caer el casco al suelo, me lavo la cara. Tres niños partisanos salen del bosque y me encañonan. Tendrán doce años, como mucho. Hablan entre ellos en serbocroata; discuten qué hacer conmigo. Ellos no lo saben, pero entiendo lo que dicen. Uno quiere matarme allí mismo, a sangre fría, pero el que parece el líder no lo ve honorable. Hay que darme una oportunidad, dice. Yo, la verdad, en ese momento creo que no me importa morir, pero me engaño. Pienso en mi familia en Milán.
El líder saca una moneda y por señas me insta a elegir. Cara o cruz. Elijo el rostro del rey. El niño lanza la moneda. Sale cara. Los otros dos chicos parecen decepcionados, pero el líder les dice que un hombre vale lo que su palabra, una lección aprendida de su padre. Me da la mano y me dice adiós. Vuelven sobre sus pasos, de nuevo al bosque.
Yo cojo mi fusil con calma y les disparo por la espalda.
El líder saca una moneda y por señas me insta a elegir. Cara o cruz. Elijo el rostro del rey. El niño lanza la moneda. Sale cara. Los otros dos chicos parecen decepcionados, pero el líder les dice que un hombre vale lo que su palabra, una lección aprendida de su padre. Me da la mano y me dice adiós. Vuelven sobre sus pasos, de nuevo al bosque.
Yo cojo mi fusil con calma y les disparo por la espalda.
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