—Toma, te he traído el libro de las cartas de amor.
—Ah, gracias. ¿Me lo dejas o es para mí?
—Es para ti, en casa tengo más.
Lo mira, pasa las páginas, lo cierra de pronto al llegar a mi carta.
—No sé si quiero tenerlo —dice sin mirarme.
—¿Por qué no?
—Porque me hace daño.
—Qué mona eres. ¿Por qué no puedes ser siempre así?
—Me da pena —dice ignorando mi comentario.
—Un momento, ¿qué te da pena exactamente? Espero que no sea yo, cabrona.
—No, me da pena lo que han cambiado las cosas.
—Oye, yo quería pasarme la vida entera escribiéndote a ti. Contigo no perseguiría a chicas jóvenes. Bueno, quizá sí lo haría, pero siempre volvería amantísimo a tus brazos.
—Eres un cier... un cielo. Vaya, casi me trabuco y digo «cierdo» en vez de «cielo».
—Eso es porque dudabas entre «cerdo» y «cielo», no lo tenías claro del todo.
Ella se ríe.
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