viernes, 30 de septiembre de 2011
La revolución permanente
Qué malo eres, me dice, pero me lo dice con deleite, contenta de que le tome el pelo, satisfecha porque no respeto su divinidad, feliz porque me empeño en humanizarla.
jueves, 29 de septiembre de 2011
Porque sí
El sarcasmo como remedio. Porque tengo el corazón lleno de pena. Porque el mundo no me gusta. Porque tengo que defenderme de él. Porque es tan fácil acostumbrarse a tu presencia y tan difícil a tu ausencia.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
La llamada
Estoy esperando la llamada. Va a sonar el teléfono y romperse el silencio. En cualquier momento. Entonces descolgaré el teléfono y una voz dirá mi nombre. Sólo mi nombre. Y yo contestaré: sí. Sí. Sí, soy yo. Nada más. Estoy esperando la llamada.
jueves, 22 de septiembre de 2011
Memento
Leo cosas que escribí hace diez años y apenas me reconozco. Es extraño. Tengo algunos recuerdos, pero muy borrosos. Y las cosas que leo de aquella época son como pequeñas pistas para encontrar a la persona que era entonces. Pero esto es una tontería, pues cómo iba a dejar pistas para ser encontrado alguien que estaba perdido del todo.
miércoles, 21 de septiembre de 2011
Breve biografía de Lorenzo, que quería ser Tony Manero
Lorenzo nació el 3 de mayo de 1974 en Madrid.
Su padre, que defendía apasionadamente que en una existencia anterior había sido el podólogo de Rasputín, trabajó toda su vida de barrendero. Era un hombre trágico que le hizo creer a Lorenzo que los muertos no iban al Cielo, sino a la Luna y que esto era mantenido en secreto por estadounidenses y soviéticos.
Su madre era abstemia, pero reprimida, por lo que se paseaba completamente borracha por el barrio con las bragas en la cabeza y preguntando por el sargento Pepper.
El film Fiebre del sábado noche supuso un impacto fundacional en la idiosincrasia de Lorenzo, que no era más que un impresionable niño por entonces. Decidió lo que sería de mayor: un hortera. Hizo la primera comunión vestido de Tony Manero.
Su infancia fue muy triste. Era un chico solitario, debido sobre todo a su manía de montar coreografías y bailes setenteros en vez de jugar al fútbol como todo el mundo.
Al cumplir los dieciséis años, empezó a salir con una chica que compartía su pasión por el baile, pero rompieron tras una fuerte discusión en la que ella osó afirmar que Dirty dancing era mucho más poética que Fiebre del sábado noche. El suceso le haría desconfiar de las mujeres en adelante.
Tuvo continuos enfrentamientos con sus progenitores. El más grave ocurrió cuando su abnegada madre lo encontró ensayando movimientos espasmódicos ante el espejo de su habitación. Él trató de explicarle que se trataba de una coreografía debidamente estudiada, pero la madre no dejaba de llorar ante la idea de tener un hijo poseído por el demonio. Un cura le realizó un exorcismo, pero Lorenzo continuaría bailando.
Su expediente académico puede calificarse de mediocre. Para un trabajo que debían realizar sobre el materialismo histórico de Marx, Lorenzo escribió un extenso ensayo en el que se planteaba si el tamaño de las solapas de un traje influye en la opresión del proletariado. Concluyó que sí, que cuanto más pequeñas, más oprimido se encuentra el trabajador.
En 1992 realizó el servicio militar en Melilla. Pronto sus bailes se hicieron famosos en todo el cuartel, topándose con la incomprensión e intolerancia de los mandos. Esto no le impidió hacer más amena la estancia de los que le acompañaban en el calabozo.
Tras licenciarse, entró a trabajar en un Pizza Hut. Meses más tarde recibió una oferta muy superior de Telepizza, pero Lorenzo sentía los colores y no abandonó Pizza Hut. Este hecho hizo que sus padres le retiraran la palabra finalmente.
Buscando sin duda su lado artístico, Lorenzo se dedicó durante una temporada a fotografiar sobacos izquierdos, ya que consideraba que eran la parte más hermosa del cuerpo humano. Un día, tras golpearse por accidente en la cabeza con un martillo cuando se disponía a colgar un cuadro en la pared, se dio cuenta de lo estúpido que había sido y quemó todas sus fotos. Desde entonces, sólo fotografió sobacos derechos.
A medida que fracasaba en todos los ámbitos de la vida, Lorenzo se aferró más y más al baile, su única y verdadera pasión.
Su padre, que defendía apasionadamente que en una existencia anterior había sido el podólogo de Rasputín, trabajó toda su vida de barrendero. Era un hombre trágico que le hizo creer a Lorenzo que los muertos no iban al Cielo, sino a la Luna y que esto era mantenido en secreto por estadounidenses y soviéticos.
Su madre era abstemia, pero reprimida, por lo que se paseaba completamente borracha por el barrio con las bragas en la cabeza y preguntando por el sargento Pepper.
El film Fiebre del sábado noche supuso un impacto fundacional en la idiosincrasia de Lorenzo, que no era más que un impresionable niño por entonces. Decidió lo que sería de mayor: un hortera. Hizo la primera comunión vestido de Tony Manero.
Su infancia fue muy triste. Era un chico solitario, debido sobre todo a su manía de montar coreografías y bailes setenteros en vez de jugar al fútbol como todo el mundo.
Al cumplir los dieciséis años, empezó a salir con una chica que compartía su pasión por el baile, pero rompieron tras una fuerte discusión en la que ella osó afirmar que Dirty dancing era mucho más poética que Fiebre del sábado noche. El suceso le haría desconfiar de las mujeres en adelante.
Tuvo continuos enfrentamientos con sus progenitores. El más grave ocurrió cuando su abnegada madre lo encontró ensayando movimientos espasmódicos ante el espejo de su habitación. Él trató de explicarle que se trataba de una coreografía debidamente estudiada, pero la madre no dejaba de llorar ante la idea de tener un hijo poseído por el demonio. Un cura le realizó un exorcismo, pero Lorenzo continuaría bailando.
Su expediente académico puede calificarse de mediocre. Para un trabajo que debían realizar sobre el materialismo histórico de Marx, Lorenzo escribió un extenso ensayo en el que se planteaba si el tamaño de las solapas de un traje influye en la opresión del proletariado. Concluyó que sí, que cuanto más pequeñas, más oprimido se encuentra el trabajador.
En 1992 realizó el servicio militar en Melilla. Pronto sus bailes se hicieron famosos en todo el cuartel, topándose con la incomprensión e intolerancia de los mandos. Esto no le impidió hacer más amena la estancia de los que le acompañaban en el calabozo.
Tras licenciarse, entró a trabajar en un Pizza Hut. Meses más tarde recibió una oferta muy superior de Telepizza, pero Lorenzo sentía los colores y no abandonó Pizza Hut. Este hecho hizo que sus padres le retiraran la palabra finalmente.
Buscando sin duda su lado artístico, Lorenzo se dedicó durante una temporada a fotografiar sobacos izquierdos, ya que consideraba que eran la parte más hermosa del cuerpo humano. Un día, tras golpearse por accidente en la cabeza con un martillo cuando se disponía a colgar un cuadro en la pared, se dio cuenta de lo estúpido que había sido y quemó todas sus fotos. Desde entonces, sólo fotografió sobacos derechos.
A medida que fracasaba en todos los ámbitos de la vida, Lorenzo se aferró más y más al baile, su única y verdadera pasión.
martes, 20 de septiembre de 2011
La lección
Pero yo soy un iluso y por eso no he sido capaz de entender todavía de qué va la vida. Me sigo aferrando a esa vieja idea que no existe más que en mi imaginación. Y no creo que vaya a aprender jamás.
lunes, 19 de septiembre de 2011
Derecho de admisión
Eso de ahí es la puerta del Parnaso y lo que hay junto a ella es el portero, que no tiene mi nombre en su lista, a pesar de que yo juro y perjuro que merezco entrar, que se celebra una fiesta en mi honor, una fiesta secreta, tan secreta que no lo sabe nadie, ni siquiera los invitados.
domingo, 18 de septiembre de 2011
sábado, 17 de septiembre de 2011
No ficción
—He decidido dejar atrás por fin la ficción y dar el salto de escribir una historia verídica.
—Eso está bien. ¿Qué cuentas? ¿Algo autobiográfico?
—Sí. Hablo de lo nuestro, de nuestro amor.
—Vaya.
—¿Qué?
—Pues que no has dado todavía el salto a la no ficción.
—¿Cómo dices?
—Que yo nunca te he querido. Me casé contigo porque se decía que tu talento era un valor seguro. Se suponía que ibas a triunfar. Quién iba a imaginar que la ficción era algo tan ingrato.
—Ya. No como la realidad, claro, que es mucho más satisfactoria.
—Eso está bien. ¿Qué cuentas? ¿Algo autobiográfico?
—Sí. Hablo de lo nuestro, de nuestro amor.
—Vaya.
—¿Qué?
—Pues que no has dado todavía el salto a la no ficción.
—¿Cómo dices?
—Que yo nunca te he querido. Me casé contigo porque se decía que tu talento era un valor seguro. Se suponía que ibas a triunfar. Quién iba a imaginar que la ficción era algo tan ingrato.
—Ya. No como la realidad, claro, que es mucho más satisfactoria.
viernes, 16 de septiembre de 2011
París era esto
Siempre nos quedará París, el París que inventamos juntos y que jamás pisamos en la realidad. Un París que sólo habíamos leído en las novelas y visto en las películas de la nouvelle vague y que adaptamos para nosotros en nuestra pequeña habitación, lejos del mundo. Un París de andar por casa en el que todas las calles tenían nuestros nombres.
jueves, 15 de septiembre de 2011
Nunca hagas lo correcto
Nunca hagas lo correcto, le dijo. Podrías equivocarte más. Es mejor dejarse llevar por el instinto: siempre podemos apelar a nuestra animalidad para salir del paso.
miércoles, 14 de septiembre de 2011
La red
Una sala de chat en la que hay varios usuarios (paseando por el escenario). Entra POLLATRON31.
POLLATRON31: Hola, ¿alguna chica para sexo?
CONAN: ¿Esto de las salas de chat no está pasado de moda?
RUBITA23: Es una obra retro. La red en sus inicios.
CONAN: Ah.
POLLATRON31: Rubita23, ¿quieres sexo?
RUBITA23: Que te den.
POLLATRON31: Equis de.
Cae el telón por problemas con la conexión a internet.
POLLATRON31: Hola, ¿alguna chica para sexo?
CONAN: ¿Esto de las salas de chat no está pasado de moda?
RUBITA23: Es una obra retro. La red en sus inicios.
CONAN: Ah.
POLLATRON31: Rubita23, ¿quieres sexo?
RUBITA23: Que te den.
POLLATRON31: Equis de.
Cae el telón por problemas con la conexión a internet.
martes, 13 de septiembre de 2011
El juicio
—Señoría, mi cliente desea que conste en acta que tiene un catarro.
—¿Y eso qué relevancia tiene?
—Es evidente: tiene las defensas bajas. ¿Acaso no tiene mi cliente derecho a un juicio justo?
—Para ocuparse de la defensa de su cliente ya está usted, ¿no?
—Ah, pero es que yo soy abogado, señoría, no médico.
—¿Y eso qué relevancia tiene?
—Es evidente: tiene las defensas bajas. ¿Acaso no tiene mi cliente derecho a un juicio justo?
—Para ocuparse de la defensa de su cliente ya está usted, ¿no?
—Ah, pero es que yo soy abogado, señoría, no médico.
lunes, 12 de septiembre de 2011
La habitación 1033
Vuelvo todas las noches a la habitación 1033, donde tiemblas cuando te toco —como si fueras un animal asustado— y hablamos en susurros hasta que sale el sol.
domingo, 11 de septiembre de 2011
11-S
¿Tú crees que será el fin del mundo? No, al mundo todavía le queda mucho, no pasará nada. ¿Y si hay guerra? Será muy lejos de aquí, ni nos enteraremos. Tengo miedo. No lo tengas, todo va a salir bien. ¿Entonces crees que el mundo estará aquí dentro de diez años? Claro. ¿Y nosotros? ¿Qué? Nosotros, lo nuestro. No lo sé, diez años es mucho tiempo.
sábado, 10 de septiembre de 2011
Agnus Dei
Era una fría mañana de marzo cuando me habló una de mis ovejas. Yo me había levantado con un dolor de cabeza importante, pues la noche anterior había estado bebiendo en la tasca del pueblo hasta muy tarde, y el sol se me clavaba en los ojos. Pero estaba sobrio, de ahí que mi sorpresa fuera absoluta cuando Lucera vino trotando y, mirándome con tiernos ojos, dijo: «yo soy el cordero de Dios». Me fallaron las rodillas, caí al suelo, me quité la boina. No sabía si era un milagro o un delirio, pero tenía miedo, de eso estaba seguro.
Lucera me anunció entonces que el fin del mundo estaba cerca, que los hombres habíamos abandonado la recta senda y vivíamos en círculos, círculos viciosos, y debíamos ser castigados, pero que yo podía salvar a los que decidieran seguirme, ya que Dios me había escogido entre todos los pastores para que condujera las almas al redil celestial.
Me persigné y pregunté cómo debía llevar a cabo esa tarea que se me encomendaba, pero Lucera me respondió a esto con sus acostumbrados balidos y ya no me miraba con expresión inteligente. Quizá lo había soñado, pensé. ¿Pero y si era cierto? ¿Y si estos eran los últimos días? No podía desoír la llamada de Dios por algo tan prosaico como el temor a haber perdido la cabeza, me dije. Puede que todo fuera una prueba.
Fui a consultar con el cura. Al principio me miró con suspicacia y me preguntó si había bebido. «Nunca tan temprano», le contesté. Luego quiso saber si me lo había dicho una oveja o una cabra, pues no era lo mismo. «El diablo no es un macho cabrío por casualidad», me dijo. Las ovejas, en cambio, son animales mansos y nobles y por eso representan al rebaño del Señor. Pero si me lo hubiera dicho una cabra estaríamos hablando de un mensaje satánico y habría que ir pensando en exorcizarme y sacrificar a la cabra en cuestión. «No ha sido una cabra», le dije, «ha sido Lucera, mi oveja predilecta: me ha dicho que es el cordero de Dios, aunque ya no tiene edad para ser cordero, supongo que se ha permitido una licencia poética». El cura meneó la cabeza. Una aparición mariana podían venderla, ¿pero que las ovejas anunciaran la Buena Nueva? Eso era inaceptable, qué iba a decir el señor obispo. O el Santo Padre, si se enteraba. Lo mejor sería excomulgarme y olvidar este lamentable incidente. Yo me opuse a esto último, por supuesto, pero no sirvió de mucho, por lo visto la excomunión no precisa de consentimiento por parte del afectado.
Decidí no contarle a mi mujer que me habían excomulgado, que seguramente se lo tomaría mal, pero no era necesario que me preocupara, ya se lo habían dicho, en un pueblo tan pequeño como éste las noticias vuelan. «Pablo», me dijo cuando entré por la puerta, «qué es eso de que te has vuelto loco y te han expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia». «El cura, cariño, que me tiene manía», respondí yo, pero ella no se rió, no, sino que se me quedó mirando con la cara muy larga, desaprobando todas mis acciones, como había hecho siempre. «No es sólo que seas incapaz de ser buen cristiano, es que ya ni siquiera eres capaz de ser uno malo. Ya me decía mi madre que me casaba con un borracho y un putero, lo que nunca habría sospechado es que también eras un hereje». A mí su falta de fe me dolió, pero musité: «perdónala, Señor, porque no sabe lo que hace». Al parecer lo dije muy alto, puesto que mi mujer me lanzó una mirada cargada de odio y luego me preguntó si ya estaba borracho, si es que no tenía vergüenza alguna. Yo no dije nada, me limité a poner la otra mejilla, pero lejos de ella, por si acaso.
Por la tarde, llamaron a la puerta. Durante un momento se me ocurrió que era un ángel anunciador, pero enseguida lo descarté, qué sentido tendría que llamase a la puerta como todo hijo de vecino en vez de manifestarse directamente en el comedor. Aunque tal vez fuese un ángel tímido, quién entiende de estas cuestiones, me dije mientras iba a abrir. Resultó ser el médico del pueblo, que venía a examinarme a petición de mi mujer. Yo le dije que me encontraba bien, pero él insistió en echarme un vistazo. «Podría ser un tumor cerebral, nunca se sabe, con todos estos aparatos modernos de hoy en día, las radiaciones…», me dijo. Me hizo un reconocimiento muy superficial, claro, al fin y al cabo estábamos en mi casa, pero determinó que mi salud era excelente. Expresó por tanto su interés en hacerme más pruebas. Yo me negué, ya estaba cansado de ceder a la incredulidad de la gente. Dios me había elegido para ser su heraldo, no para perder el tiempo con descreídos. Eché al médico con cajas destempladas a pesar de sus protestas y las de mi mujer, que me insultaba a voz en grito.
Esa noche cenamos en silencio. Mi mujer se negaba incluso a mirarme. Dadas las circunstancias, consideré que lo más apropiado era marcharme. «¿Dónde vas?», me preguntó al ver que me dirigía a la puerta, «seguro que al bar a emborracharte, ¿verdad?». Yo no contesté nada, los mansos heredaremos la tierra, me puse la chaqueta y salí al exterior.
Hacía un poco de frío. Las estrellas, inmutables, observaban desde lo alto mi pasear por los oscuros campos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, pregunté al cielo nocturno, que no me contestó. Ninguna señal, ninguna estrella fugaz que me guiara o sirviera de guiño de comprensión. ¿Se ponía a prueba mi fe o es que simplemente había recuperado la cordura? ¿Es que tenían razón todos?
De pronto, vi la luz. La luz de los faros de un coche averiado junto al camino. De pie frente al vehículo, un hombre intentaba llamar por su teléfono móvil. «Perdone, ¿puedo ayudarle?», le dije. El tipo sonrió y me contestó que lo dudaba, a no ser que meara gasolina y pudiera llenarle el depósito. «Me temo que no está entre mis habilidades», le confesé. Luego le dije que se desengañara, que se olvidara del móvil, pues por estos lares era muy difícil tener cobertura, no le quedaba otra solución que dirigirse a la gasolinera del pueblo, que estaba a un par de kilómetros. Él se encogió de hombros con resignación y dijo: «bueno, si la montaña no va a Mahoma...».
Eso era. Mahoma iría a la montaña, cómo no lo había pensado antes. Subí al monte más alto y allí le prendí fuego a una zarza. El humo se elevaba y desaparecía en el cielo, la noche estaba en calma; entonces, de pronto, el Señor se manifestó. «Yo soy el que soy», anunció la zarza ardiente, una perfecta tautología, aunque alguien con menos fe habría dicho que aquello era una perogrullada. Yo me postré de rodillas y entre lágrimas pedí guía y consejo. Le expliqué al Creador que estaba perdido en el desierto, que había tenido que abandonar mi hogar, que mi mujer era una ingrata, que el cura del pueblo me había expulsado de la Iglesia, que el médico se empeñaba en que tuviera cáncer, que, en definitiva, el camino a la Tierra Prometida me era desconocido y necesitaba algo de luz para atravesar el valle de sombras.
Las llamas, durante mi perorata, se habían extendido y ahora no era sólo una zarza lo que ardía, sino una buena porción de bosque. Esto no me preocupó en absoluto; es más, pensé que mejor así, porque la voz de Dios sonaría con más fuerza. Pronto pareció confirmarse mi teoría, pues empecé a escuchar un gran griterío. No era Dios, claro, lo supe tras unos instantes de duda, Dios tenía una voz más grave y singular, sobre todo esto último, que lo que escuchaba ahora eran voces provenientes de diversas gargantas, y es que la gente del pueblo se había alarmado al ver el monte ardiendo y había acudido a intentar sofocar el incendio. Con escaso éxito, hay que decirlo, que pronto el fuego alcanzó las casas del pueblo.
Yo me paseaba entre las llamas y los lugareños que iban de un lado a otro con cubos de agua. Iba gritando el nombre de Dios, pero en vano, que no me contestaba. Para acabar de empeorarlo, la gente había reparado en mi actitud y no les parecía muy constructiva, era evidente por los golpes que me habían propinado ya al pasar (y los que me seguían dando). Me miraban como si fuera un falso profeta o un alborotador. Parecían haber decidido ya que todo aquello era culpa mía. No entendían que yo sólo era un instrumento, no era en modo alguno responsable de mis actos, me limitaba a acatar la voluntad divina y nada más. Si el pueblo ardía, era cosa de Dios. Nadie dijo que el Apocalipsis fuera a ser agradable.
Lucera me anunció entonces que el fin del mundo estaba cerca, que los hombres habíamos abandonado la recta senda y vivíamos en círculos, círculos viciosos, y debíamos ser castigados, pero que yo podía salvar a los que decidieran seguirme, ya que Dios me había escogido entre todos los pastores para que condujera las almas al redil celestial.
Me persigné y pregunté cómo debía llevar a cabo esa tarea que se me encomendaba, pero Lucera me respondió a esto con sus acostumbrados balidos y ya no me miraba con expresión inteligente. Quizá lo había soñado, pensé. ¿Pero y si era cierto? ¿Y si estos eran los últimos días? No podía desoír la llamada de Dios por algo tan prosaico como el temor a haber perdido la cabeza, me dije. Puede que todo fuera una prueba.
Fui a consultar con el cura. Al principio me miró con suspicacia y me preguntó si había bebido. «Nunca tan temprano», le contesté. Luego quiso saber si me lo había dicho una oveja o una cabra, pues no era lo mismo. «El diablo no es un macho cabrío por casualidad», me dijo. Las ovejas, en cambio, son animales mansos y nobles y por eso representan al rebaño del Señor. Pero si me lo hubiera dicho una cabra estaríamos hablando de un mensaje satánico y habría que ir pensando en exorcizarme y sacrificar a la cabra en cuestión. «No ha sido una cabra», le dije, «ha sido Lucera, mi oveja predilecta: me ha dicho que es el cordero de Dios, aunque ya no tiene edad para ser cordero, supongo que se ha permitido una licencia poética». El cura meneó la cabeza. Una aparición mariana podían venderla, ¿pero que las ovejas anunciaran la Buena Nueva? Eso era inaceptable, qué iba a decir el señor obispo. O el Santo Padre, si se enteraba. Lo mejor sería excomulgarme y olvidar este lamentable incidente. Yo me opuse a esto último, por supuesto, pero no sirvió de mucho, por lo visto la excomunión no precisa de consentimiento por parte del afectado.
Decidí no contarle a mi mujer que me habían excomulgado, que seguramente se lo tomaría mal, pero no era necesario que me preocupara, ya se lo habían dicho, en un pueblo tan pequeño como éste las noticias vuelan. «Pablo», me dijo cuando entré por la puerta, «qué es eso de que te has vuelto loco y te han expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia». «El cura, cariño, que me tiene manía», respondí yo, pero ella no se rió, no, sino que se me quedó mirando con la cara muy larga, desaprobando todas mis acciones, como había hecho siempre. «No es sólo que seas incapaz de ser buen cristiano, es que ya ni siquiera eres capaz de ser uno malo. Ya me decía mi madre que me casaba con un borracho y un putero, lo que nunca habría sospechado es que también eras un hereje». A mí su falta de fe me dolió, pero musité: «perdónala, Señor, porque no sabe lo que hace». Al parecer lo dije muy alto, puesto que mi mujer me lanzó una mirada cargada de odio y luego me preguntó si ya estaba borracho, si es que no tenía vergüenza alguna. Yo no dije nada, me limité a poner la otra mejilla, pero lejos de ella, por si acaso.
Por la tarde, llamaron a la puerta. Durante un momento se me ocurrió que era un ángel anunciador, pero enseguida lo descarté, qué sentido tendría que llamase a la puerta como todo hijo de vecino en vez de manifestarse directamente en el comedor. Aunque tal vez fuese un ángel tímido, quién entiende de estas cuestiones, me dije mientras iba a abrir. Resultó ser el médico del pueblo, que venía a examinarme a petición de mi mujer. Yo le dije que me encontraba bien, pero él insistió en echarme un vistazo. «Podría ser un tumor cerebral, nunca se sabe, con todos estos aparatos modernos de hoy en día, las radiaciones…», me dijo. Me hizo un reconocimiento muy superficial, claro, al fin y al cabo estábamos en mi casa, pero determinó que mi salud era excelente. Expresó por tanto su interés en hacerme más pruebas. Yo me negué, ya estaba cansado de ceder a la incredulidad de la gente. Dios me había elegido para ser su heraldo, no para perder el tiempo con descreídos. Eché al médico con cajas destempladas a pesar de sus protestas y las de mi mujer, que me insultaba a voz en grito.
Esa noche cenamos en silencio. Mi mujer se negaba incluso a mirarme. Dadas las circunstancias, consideré que lo más apropiado era marcharme. «¿Dónde vas?», me preguntó al ver que me dirigía a la puerta, «seguro que al bar a emborracharte, ¿verdad?». Yo no contesté nada, los mansos heredaremos la tierra, me puse la chaqueta y salí al exterior.
Hacía un poco de frío. Las estrellas, inmutables, observaban desde lo alto mi pasear por los oscuros campos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, pregunté al cielo nocturno, que no me contestó. Ninguna señal, ninguna estrella fugaz que me guiara o sirviera de guiño de comprensión. ¿Se ponía a prueba mi fe o es que simplemente había recuperado la cordura? ¿Es que tenían razón todos?
De pronto, vi la luz. La luz de los faros de un coche averiado junto al camino. De pie frente al vehículo, un hombre intentaba llamar por su teléfono móvil. «Perdone, ¿puedo ayudarle?», le dije. El tipo sonrió y me contestó que lo dudaba, a no ser que meara gasolina y pudiera llenarle el depósito. «Me temo que no está entre mis habilidades», le confesé. Luego le dije que se desengañara, que se olvidara del móvil, pues por estos lares era muy difícil tener cobertura, no le quedaba otra solución que dirigirse a la gasolinera del pueblo, que estaba a un par de kilómetros. Él se encogió de hombros con resignación y dijo: «bueno, si la montaña no va a Mahoma...».
Eso era. Mahoma iría a la montaña, cómo no lo había pensado antes. Subí al monte más alto y allí le prendí fuego a una zarza. El humo se elevaba y desaparecía en el cielo, la noche estaba en calma; entonces, de pronto, el Señor se manifestó. «Yo soy el que soy», anunció la zarza ardiente, una perfecta tautología, aunque alguien con menos fe habría dicho que aquello era una perogrullada. Yo me postré de rodillas y entre lágrimas pedí guía y consejo. Le expliqué al Creador que estaba perdido en el desierto, que había tenido que abandonar mi hogar, que mi mujer era una ingrata, que el cura del pueblo me había expulsado de la Iglesia, que el médico se empeñaba en que tuviera cáncer, que, en definitiva, el camino a la Tierra Prometida me era desconocido y necesitaba algo de luz para atravesar el valle de sombras.
Las llamas, durante mi perorata, se habían extendido y ahora no era sólo una zarza lo que ardía, sino una buena porción de bosque. Esto no me preocupó en absoluto; es más, pensé que mejor así, porque la voz de Dios sonaría con más fuerza. Pronto pareció confirmarse mi teoría, pues empecé a escuchar un gran griterío. No era Dios, claro, lo supe tras unos instantes de duda, Dios tenía una voz más grave y singular, sobre todo esto último, que lo que escuchaba ahora eran voces provenientes de diversas gargantas, y es que la gente del pueblo se había alarmado al ver el monte ardiendo y había acudido a intentar sofocar el incendio. Con escaso éxito, hay que decirlo, que pronto el fuego alcanzó las casas del pueblo.
Yo me paseaba entre las llamas y los lugareños que iban de un lado a otro con cubos de agua. Iba gritando el nombre de Dios, pero en vano, que no me contestaba. Para acabar de empeorarlo, la gente había reparado en mi actitud y no les parecía muy constructiva, era evidente por los golpes que me habían propinado ya al pasar (y los que me seguían dando). Me miraban como si fuera un falso profeta o un alborotador. Parecían haber decidido ya que todo aquello era culpa mía. No entendían que yo sólo era un instrumento, no era en modo alguno responsable de mis actos, me limitaba a acatar la voluntad divina y nada más. Si el pueblo ardía, era cosa de Dios. Nadie dijo que el Apocalipsis fuera a ser agradable.
viernes, 9 de septiembre de 2011
Antecedentes
—La tercera cosa que me sedujo de él es que es un ex presidiario.
—Muy juiciosa. ¿Y por qué estuvo en la cárcel? ¿Por asesinato?
—No, por fraude.
—Casi peor.
—¿Por qué?
—Porque no te puedes fiar de él cuando te dice que te quiere, claro.
—Muy juiciosa. ¿Y por qué estuvo en la cárcel? ¿Por asesinato?
—No, por fraude.
—Casi peor.
—¿Por qué?
—Porque no te puedes fiar de él cuando te dice que te quiere, claro.
jueves, 8 de septiembre de 2011
La muerte
He llorado mucho hoy, me dice. He llorado pensando que quizá la vida no merezca la pena. Pensando que tal vez sería mejor terminarla aquí, ahora. Me pregunté entonces cómo sería matarme. Si sabría hacerlo. Si dolería mucho. Si sería rápida. Y cuando quise darme cuenta, ya era de noche.
miércoles, 7 de septiembre de 2011
martes, 6 de septiembre de 2011
Las palabras prohibidas
Apunto las expresiones que repites —le dice ella—, para que no puedas volver a usarlas. Así voy limitando tu vocabulario. Es una censura disimulada y tranquila, hasta enmudecerte del todo.
lunes, 5 de septiembre de 2011
Debate del estado de la nación
Un cadáver pútrido y agusanado y unos curanderos asegurando a gritos que tienen el remedio para que recobre la salud.
domingo, 4 de septiembre de 2011
Teoría de vuelo
En la calle Vostok se ha matado un hombre. Parece ser que saltó por la ventana con el propósito claro de suicidarse, por lo que puede hablarse de éxito. Saltó al vacío, ha dicho un periodista, pero esto lo ha negado un vecino, que ha declarado que la calle estaba llena de duro asfalto.
sábado, 3 de septiembre de 2011
La musa
Haz de musa, le dice él. Y qué hago, pregunta ella. No sé, cualquier cosa, tú musea, que yo escribo. Ella se encoge de hombros (por qué estaré saliendo con un loco, piensa) y pasea por la habitación mientras él toma notas.
viernes, 2 de septiembre de 2011
La juventud
Uno siempre es joven, de alguna manera. La juventud es el estado natural del hombre, podría decirse, puesto que éste tiende a quedarse anclado en ella. Pueden pasar veinte años, pero nunca nos parecerá que un grupo de música —por ejemplo— de aquella época es antiguo. Cómo va a serlo, si la juventud es el tiempo detenido.
jueves, 1 de septiembre de 2011
El espacio
—El espacio es algo que me interesa mucho.
—¿Eres decorador de interiores?
—No, me refiero al universo. Al espacio exterior.
—Ah. Eso es bastante más complicado de decorar, ¿no?
—¿Eres decorador de interiores?
—No, me refiero al universo. Al espacio exterior.
—Ah. Eso es bastante más complicado de decorar, ¿no?
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