jueves, 31 de octubre de 2013
La espera
Última llamada para su vuelo, pero él sigue sin dirigirse a la puerta de embarque. Dónde estará ella, se pregunta. Como si de verdad hubiera creído que iba a venir a despedirse de él. Las despedidas, reflexiona, son para gente que te importa. No te despides de gente que no existe en tu horizonte mental. No hay ninguna maldad en ello, es algo natural. Él, sin embargo, duda y apura el poco tiempo que le queda. Cuánta gente a la que no conozco yo tampoco, piensa. Y qué gran número de melenas rubias ve ahora que esperaba una concreta.
miércoles, 30 de octubre de 2013
Gente corriente
No haga ejercicio sin supervisión, me dijo el doctor. Lo que me condenaba al sedentarismo, pues soy miope.
martes, 29 de octubre de 2013
Asamblea nocturna de gatos
Las seis de la mañana, todavía no ha salido el sol. Las calles están vacías, excepto por unos gatos que parecen reunidos al final del camino. Asamblea nocturna de gatos. Son la última línea de defensa, pienso. Vigilan mientras dormimos. Por ese motivo se reúnen y comentan los acontecimientos de la noche. Hacen balance antes de irse a dormir. O quizá no. Quizá forman parte de una red criminal. Quizá tramaban algo y por eso se dispersan al verme.
lunes, 28 de octubre de 2013
El calor
Una madre va con su hijo en el tren. El niño tendrá dos o tres años y lo acuna amorosamente, lo abraza, lo besa. Él podría estar pensando: el mundo es un lugar cálido, no hay nada que temer. Y se me ocurre que es ese cariño, esa seguridad la que nos jode la vida. Porque luego buscamos eso constantemente, sin posibilidad de éxito. ¿Dónde está ese consuelo al que nos acostumbraron de pequeños? Esa ternura. Ese calor.
domingo, 27 de octubre de 2013
Medicina alternativa
Entre otras conclusiones, el congreso literario de Pinares de Entretiempo recomendaba mojar magdalenas en el té como remedio contra el alzheimer.
sábado, 26 de octubre de 2013
La sociedad de infieles
—Buenas, quiero ser infiel.
—¿Tiene experiencia?
—No, pero estoy lleno de entusiasmo. Estoy deseando aprender el oficio.
—La infidelidad no es para cualquiera, caballero. Hacen falta redaños. Arrestos (y no policiales). Es muy complicado llevar una doble vida, no puede cualquiera; la mayor parte de la gente ya tiene problemas con llevar sólo una.
—Dispongo de mucho tiempo libre y creo que sabré organizarme bien.
—De acuerdo, pero necesitamos saber más. ¿Quiere a su mujer?
—¿Yo? No estoy casado.
—¿Entonces? ¿Cómo pretende formar parte de nuestro club de infieles?
—Pensaba que la mujer me la proporcionarían ustedes, así como la amante.
—¿Es que acaso nos ha tomado por una agencia matrimonial? Nosotros lo único que hacemos es poner en contacto a los miembros del club, pero no proporcionamos matrimonios. ¿Es que quiere que hagamos nosotros todo el trabajo?
—¡Facilitaría tanto las cosas! Tengo una gran vocación de infiel, pero me faltan las oportunidades. ¿No podrían ustedes darme una? Confíen en mí, no se arrepentirán.
—Apreciamos su interés en engañarnos, pues va perfectamente con la filosofía de nuestra sociedad, pero me temo que no podemos aceptar.
—¿No podrían tenerme una temporada a prueba? Sin cobrar.
—No, lo siento, no funcionamos así.
—¡Si sólo me dieran una oportunidad! —suspira el hombre—. Yo podría ser un gran infiel, pero las circunstancias lo impiden.
—¿Tiene experiencia?
—No, pero estoy lleno de entusiasmo. Estoy deseando aprender el oficio.
—La infidelidad no es para cualquiera, caballero. Hacen falta redaños. Arrestos (y no policiales). Es muy complicado llevar una doble vida, no puede cualquiera; la mayor parte de la gente ya tiene problemas con llevar sólo una.
—Dispongo de mucho tiempo libre y creo que sabré organizarme bien.
—De acuerdo, pero necesitamos saber más. ¿Quiere a su mujer?
—¿Yo? No estoy casado.
—¿Entonces? ¿Cómo pretende formar parte de nuestro club de infieles?
—Pensaba que la mujer me la proporcionarían ustedes, así como la amante.
—¿Es que acaso nos ha tomado por una agencia matrimonial? Nosotros lo único que hacemos es poner en contacto a los miembros del club, pero no proporcionamos matrimonios. ¿Es que quiere que hagamos nosotros todo el trabajo?
—¡Facilitaría tanto las cosas! Tengo una gran vocación de infiel, pero me faltan las oportunidades. ¿No podrían ustedes darme una? Confíen en mí, no se arrepentirán.
—Apreciamos su interés en engañarnos, pues va perfectamente con la filosofía de nuestra sociedad, pero me temo que no podemos aceptar.
—¿No podrían tenerme una temporada a prueba? Sin cobrar.
—No, lo siento, no funcionamos así.
—¡Si sólo me dieran una oportunidad! —suspira el hombre—. Yo podría ser un gran infiel, pero las circunstancias lo impiden.
viernes, 25 de octubre de 2013
El hombre que era una isla
A usted lo que le pasa es que es un náufrago sentimental, caballero. Todas sus relaciones zozobran y acaba siempre en una isla desierta: usted. Incomunicado, atento a la posibilidad de una vela en el horizonte, una salvación que nunca llega pronto. Y sólo para volver a repetir el proceso, pues no deja de navegar aunque está bastante claro que se le da fatal.
jueves, 24 de octubre de 2013
La semilla
Estoy embarazada, ¿sabe? Embarazada de usted. Ya, se lleva las manos a la cabeza, no comprende nada: ¿cómo voy a estar embarazada de usted si nunca hemos hecho el amor? En realidad no estoy embarazada de usted, sino de una historia suya. Un relato corto que escribió hace años. Lo leí en una antología y, en fin, me sentí mareada, me entraron náuseas. Comprendí entonces que estaba embarazada, la semilla de su relato había germinado en mí. Ahora voy a parir una novela entera y tiene que hacerse cargo de ella. Es su responsabilidad.
miércoles, 23 de octubre de 2013
Contracorriente
Ella le dijo que era imposible, que nunca podría pisar esa ciudad por la que él caminaba, pues era un lugar muy lejano, casi tanto como el pasado, y el horizonte estaba justo en la otra dirección.
martes, 22 de octubre de 2013
La vida eterna
Finalmente el parlamento aprobó la existencia de la vida después de la muerte. Cedían de esta manera al empeño de los empresarios del país en seguir retrasando la edad de jubilación. Con la nueva ley se obligaba al ciudadano a seguir trabajando después de muerto. La jubilación llegaría el día del juicio final, que nadie sabía si existiría realmente o no. O en la reencarnación, alegaron algunos, pero se consideró que el reencarnado no tenía derecho a cobrar la pensión de su anterior vida, puesto que ahora poseía una identidad distinta y tenía que empezar de nuevo.
lunes, 21 de octubre de 2013
La falta repentina de odio
De la falta de odio, que no es lo mismo que sentir amor por la humanidad. No, es un «no me importa de pronto», un «está bien, no me molesta vuestra existencia; ni siquiera pienso mucho en ello». Es un estado zen o algo así, todo de lo más raro. Yo, que estaba siempre lleno de odio, ahora voy más tranquilo por la vida, me da todo un poco igual, como si me estuviera medicando o quizá sea la madurez (que no creo).
domingo, 20 de octubre de 2013
Las pequeñas cosas
Le sigo la pista a mi libro gracias a las herramientas que internet pone a mi disposición. Está en tres librerías (aunque me cuentan que está también en una cuarta, en Sevilla). Es todo tan extraño. Es una aventura modesta, como siempre imaginé. Con páginas de librerías en las que no aparece el nombre del autor. Con equivocaciones constantes con el título (a menudo ponen Historia secreta de la literatura en vez de Historia de la literatura secreta). Es divertido, es bonito. Todo muy secreto, tercermundista y sentimental.
sábado, 19 de octubre de 2013
La verdad elástica
Pero no lo entiendes —dijo él—, todo lo que he inventado es cierto. Es más cierto que la realidad, que depende de la subjetividad de cada uno. Mis mentiras, por el contrario, sólo dependen de mí, pues soy su único autor. Y yo digo que son verdad.
viernes, 18 de octubre de 2013
Cucarachas y perros
Después de arduas investigaciones, los científicos de una universidad estadounidense desarrollaron un producto que mataba a las cucarachas sin afectar a ningún otro ser. De inmediato, la ONU aprobó una resolución para que se eliminara de una vez por todas a ese vil insecto que durante generaciones había sorprendido —y provocado sumo asco— a incautos humanos al encender la luz de la cocina o el cuarto de baño. Bombarderos B-52 surcaron los cielos del planeta y rociaron con bombas insecticidas cada metro cuadrado del mundo. Empezó una nueva edad de oro para el ser humano, que podía ponerse las pantuflas sin tener que mirar dentro antes. Sin embargo, cinco años después se descubrió que el insecticida provocaba cáncer entre los humanos. Se habían precipitado al usarlo, no se habían investigado los efectos a largo plazo. En menos de dos años, la humanidad se extinguió por completo también. Al menos, podría pensarse (de existir todavía alguien), se había conseguido evitar la profecía de que el mundo lo heredarían las cucarachas. No, en vez de eso, el hombre se lo legó a su mejor amigo: el perro. Aunque los perros invirtieron esta herencia en olisquearse el culo unos a otros todo el rato.
jueves, 17 de octubre de 2013
Dear Johnny Cash
Todos tenemos nuestra prisión particular. Bien puede ser un instinto autodestructivo, el anhelo de una mujer o las drogas. También puede ser una institución penitenciaria de gruesos y altos muros en la que te obligan a vivir con la compañía de unos extraños a los que la sociedad ha decidido reunir en un largo confinamiento por el bien de todos. El club social de los ladrones, asesinos y violadores. Aunque dentro sólo están los que fueron lo bastante tontos para dejarse atrapar. Tú quisiste cantarles a ellos, ser el trovador de sus miserias, redimirlos. «Estamos presos, pero tenemos a Johnny Cash», podrían haber dicho; «su voz profunda en la larga noche, como un zumbido de estática» (sobre todo cuando cantabas I walk the line). «Somos los olvidados, pero Johnny se acuerda de nosotros. Él sabe lo que es estar perdido».
miércoles, 16 de octubre de 2013
Frías y palaciegas
Exijo mi derecho a enamorarme, clama Dupont dando un fuerte puñetazo en la mesa (para perjuicio de nudillos y termitas, que tiemblan en sus túneles). El camarero se acerca temeroso y explica que en su local no facilitan esos servicios, pero que una buena bebida podría inducirle amor por alguna parroquiana. No, no, yo tengo unos requisitos y ninguno de ellos es estar borracho, responde Dupont, aunque es verdad que el alcohol ayuda a que la lengua hable de amor. Yo lo que quiero es que sean frías y palaciegas, que me miren con desdén, como a alguien inferior. Porque entonces la conquista es una empresa aún más interesante, ¿sabe? Ser el sucio paje que alcanza su lecho y las mancilla, ahí está la aventura. Pero es tan complicado en estos días de amabilidad y camaradería encontrar la mujer altiva que uno necesita.
martes, 15 de octubre de 2013
Encontrarse
Encontrar un relato escrito a los dieciséis años. Un relato lleno de errores fundamentales y de ingenuidad adolescente. Más o menos como ahora, vaya.
lunes, 14 de octubre de 2013
Histeria de la literatura secreta
Cuarenta y siete millones de habitantes y una tirada de cien ejemplares. Uno pensaría que la cosa está fácil. De hecho, hasta soñaba con agotar la edición en una semana y las siguientes en menos de un mes y que lo mío fuera como lo de los Beatles. Histeria de la literatura secreta, decía yo en mi sueño. Pero luego el sueño se iba volviendo más surrealista (si cabe) y acababa viviendo en una comuna hippie con gurúes que me sisaban sin que me enterara de nada por culpa de las drogas y demás. Así que al despertar no me pareció tan mal no vender nada. No importa, me dije, será también otro secreto, un secreto entre los pocos lectores y yo, como una infidelidad o, quizá, como una sociedad misteriosa de gente que se reúne al anochecer para celebrar encuentros filosóficos y bacanales.
domingo, 13 de octubre de 2013
Breve historia de nosotros
—Verás, he escrito un libro sobre nosotros, sobre la vida que podríamos tener. Es una historia de amor apasionado, un relato pormenorizado de la relación que podríamos tener. Me gustaría que lo leyeras y me dijeras si hay alguna oportunidad de que esta ficción pueda convertirse en una realidad.
—Imposible. Yo soy muy espontánea, no trabajo nada bien con un guión.
—Imposible. Yo soy muy espontánea, no trabajo nada bien con un guión.
sábado, 12 de octubre de 2013
El tiempo robado
Olvidando lo que pudo ser, lo que pudimos haber inventado, todo para lo que no queda tiempo (nunca lo hubo, pero algunas veces conseguimos robar un poco de la vida de otros).
viernes, 11 de octubre de 2013
Tierras extrañas
Viaje con nosotros sin moverse de casa, decía el anuncio que Gregorio Melendo leyó una mañana en el periódico. Decidió que sería una buena idea cambiar de aires: su trabajo le deshumanizaba a marchas forzadas (ya hasta se había vistos rasgos animalescos en el espejo). Además, lo de no tener que moverse de casa le resultaba muy atractivo, pues sufría un poco de agorafobia, sobre todo los jueves. Llamó al número de teléfono que aparecía en el anuncio y enseguida le atendió una grabación, pero no una cualquiera, sino una muy amable, grabada con voz cálida y amistosa que de inmediato le transportó a un momento mejor, un momento claro del pasado, cuando era niño y su madre le llamaba para merendar algo caliente mientras fuera, en la fría ciudad, llovía a raudales.
jueves, 10 de octubre de 2013
La juventud: formas de acceso
Veintiséis años ya, dice ella. Me estoy haciendo vieja a pasos agigantados, hay que ponerle freno a esto. ¿Y si me compras un billete a Nueva York? Allí sería más joven, que viven en otra franja horaria.
miércoles, 9 de octubre de 2013
El héroe
Una pequeña araña por la espalda de Sonia. Intento no alarmarla y, disimulando como mejor puedo, me acerco a mi novia y aplasto al arácnido con un dedo, diciéndole: tenías una araña, pero la he matado. Ella sólo se queda con la parte de tener una araña encima y responde con chillidos que podrían romper cristales. Abrazada a mí. Con la boca pegada a mi oído.
martes, 8 de octubre de 2013
Ruido
Ruido es lo que yo quise hacer en tu vida, pero no supe cómo. A duras penas logré ser un zumbido sólo molesto para los perros, que ladraban a causa de esto en la noche y no te dejaban dormir. Algo es algo.
lunes, 7 de octubre de 2013
El yeti
La primera vez que vi al yeti fue en el ascensor. Se hacía llamar Eulalio Ramírez, tenía setenta años y era profesor emérito en la universidad, pero a mí no consiguió engañarme con su disfraz de vecino: lo reconocí al instante, pues soy un apasionado de la criptozoología desde hace años. Como pude, disimulé mi sorpresa al ver entrar a esa criatura legendaria que me saludó con una inclinación de la cabeza y pulsó el botón del noveno piso. Yo pulsé el tercero, pero despacio, con calma, que nunca se sabe cómo van a reaccionar los animales salvajes, y menos aquellos cuya existencia no reconoce la comunidad científica.
El ascensor era viejo y subía muy despacio, pero esto me venía fenomenal. Me daba más tiempo para estudiar con disimulo al abominable hombre de las nieves. Iba vestido de forma vulgar, como si no quisiera llamar la atención, con una gabardina gris. Llevaba gafas, pero no era suficiente para ocultar su identidad. Me pareció bastante feo, aunque no sé mucho de belleza masculina. Tenía una abundante cabellera cana y una barba agreste del mismo color. En las descripciones que había leído de él parecía más fuerte, pero se le notaba en forma; todo lo en forma que puede estar alguien que pretende hacerse pasar por un anciano. Llevaba unas bolsas de la compra, lo que explicaba que cogiera el ascensor en vez de subir las escaleras, pues todo el mundo sabe que el yeti es un experto escalador, sí, pero es complicado trepar cuando se tienen las manos ocupadas. Estaba claro que había bajado al valle a por víveres y ahora volvía a su guarida en la cumbre.
Yo, la verdad sea dicha, en ese momento tenía algunas dudas. Principalmente, me preguntaba por qué el yeti había abandonado el Himalaya. Quizá por el cambio climático, me dije. O por la colonización china del Tíbet: el exceso de población había provocado seguramente la desaparición de su hábitat natural y no había tenido más remedio que emigrar. De esto no hablarían jamás los medios, claro; el Dalái Lama era el único exiliado que interesaba.
Por muy lento que fuera el ascensor, íbamos a llegar ya a mi piso y allí seguía yo sin mover un músculo, apretado en tan estrecho espacio junto al abominable hombre de las nieves. Era imperdonable desperdiciar así una oportunidad como aquella. Me armé de valor y le dije:
—Está empezando a hacer frío, ¿verdad?
Él me miró brevemente, con poco interés, pero respondió con suma cortesía:
—Sí, hay que abrigarse ya.
El yeti tenía acento de Murcia. Concretamente, me recordaba a Paco Rabal. Esto me sorprendió tanto que ya no supe qué decirle y, antes de darme cuenta, estaba de vuelta en mi piso, preguntándome si quizá el yeti había aprendido castellano viendo películas de Paco Rabal que algún accidentado alpinista español había dejado en las montañas. ¿Pero por qué un alpinista iba a llevar películas en la mochila? ¿Y en qué formato? ¿Tenía el yeti reproductor de DVD? Era todo un gran misterio.
Fue la casera quien me dijo qué nombre utilizaba el yeti, así como su edad y ocupación. Me contó también que se había mudado hacía poco tiempo; al parecer, había regresado a España tras estar trabajando unos años en Lhasa por un acuerdo entre universidades. El yeti había pensado en todo con esa estupenda coartada, me dije. En todo menos en mí, que me dediqué desde entonces a espiar sus movimientos, sus costumbres de animal oculto para la zoología convencional, sus entradas y salidas del edificio. Fue bastante aburrido, francamente. No salía mucho. Se suponía que era profesor emérito en la universidad, pero nunca se acercó a ella. Sólo bajaba a veces a hacer la compra en el supermercado de la esquina. Yo me fijaba en lo que compraba y lo anotaba en un cuaderno. La dieta del yeti. Curiosamente, era vegetariano, cuando uno esperaría que un primate de su tamaño se alimentara con algo más contundente, sobre todo cuando te conocen como «abominable». Igual era por disimular, pensé. ¿Quién me decía a mí que no se escapaba de vez en cuando y atacaba al ganado del vecindario? Ganado que, como mucho, consistía en perros y gatos, claro.
También me fijé en la prensa que compraba. Prensa de derechas. El yeti es conservador, anoté en el cuaderno.
Siempre tomaba el ascensor. Era como si nunca bajara la guardia, como si sospechara que lo estaban espiando. Era un animal astuto y huidizo, sin duda; eso explicaba que aún no hubiera sido descubierto por el mundo y se le siguiera considerando sólo una leyenda. Yo lo observaba con atención en un intento de apreciar una lucha interna entre su instinto y la cautela, pero disimulaba de forma admirable: nunca dudaba, no le dedicaba ni una mirada a las escaleras, se dirigía sin vacilar al ascensor, pulsaba el botón del noveno piso y desaparecía de mi vista. Para permanecer oculto, para sobrevivir en este nuevo entorno hostil, iba contra su naturaleza y se negaba a escalar, era evidente.
Todo esto se prolongó por espacio de un mes y lo cierto es que me estaba cansando. No podía esperar eternamente a que el yeti cometiera un error que me permitiera llamar a la prensa para comunicar mi descubrimiento al mundo, así que decidí provocarle. Siempre es arriesgado provocar a un animal salvaje, es cierto, pero correría ese riesgo por el bien de la ciencia. Lo abordé en el ascensor, para que no pudiera escapar. Él en ese momento estaba echándole un vistazo al periódico, lo que era perfecto: estaba distraído, podía sorprenderlo con la guardia baja. Pulsé el botón del tercer piso y el ascensor se puso en marcha. Le escuché refunfuñar algo de política y entonces ataqué.
—Me pregunto si está buena la carne de yak —dije, sin más, como si fuera la cosa más normal del mundo.
—No está mal, un poco dura —murmuró él.
—¿Pero no es usted vegetariano?
Levantó la vista del periódico y me miró con suspicacia.
—¿Y usted cómo sabe eso? —me preguntó.
—Sé muchas cosas de usted —contesté con una sonrisa que pretendía ser de superioridad.
—¿Es que acaso me está espiando?
—¿Es que tiene algo que ocultar?
Me miró con furia y empecé a asustarme. Asesinado por el yeti por temerario, pensé. Decidí jugármela.
—Sé quién es usted.
—¿Ah, sí? —dijo él con enfado—. Eso es muy apropiado, puesto que yo también sé quién es usted: un majadero.
—Oiga, sin faltar, que yo no le he llamado nada —repuse.
En ese instante llegamos al tercer piso y las puertas del ascensor se abrieron. Abandonar en ese momento era claramente un fracaso, pero el yeti colaboró dándome un empujón y conminándome a que lo dejara tranquilo. No quise tentar más a la suerte ese día y decidí que ya habría otra oportunidad para intentar que confesara. Pero no la hubo. El yeti, de súbito, dejó de salir a la calle. Le he puesto en alerta, pensé. O eso o se preparaba para hibernar, que se aproximaba el invierno. Quizá por eso ya no necesitaba comprar alimentos. En cualquier caso, me venía fatal. ¿Esperar hasta la primavera? Podían pasar muchas cosas en todo ese tiempo. No, sólo había una solución, por imprudente que fuera: ascender a la cima. Adentrarme en la guarida del yeti.
Una ascensión así, por supuesto, es algo que hay que planear cuidadosamente. Lo primero fue dirigirme a una tienda de artículos deportivos donde adquirí unas botellas de oxígeno, ya que era muy posible que el aire del noveno piso estuviera enrarecido a causa de la altitud. También compré una mochila amplia y cómoda para llevar las provisiones. Y un piolet, lo que hizo que el dependiente me recordara jocosamente que Trotski llevaba muchos años muerto.
Cuando tuve todo preparado para la aventura, llamé a un restaurante chino y encargué un rollito de primavera, arroz tres delicias y pollo agridulce para Eulalio Ramírez, noveno piso, puerta C. Necesitaba un sherpa y decidí que era lo más parecido que podía encontrar.
El chino llegó a los quince minutos. Yo estaba esperando en el portal del edificio y le di la mano con la camaradería de los que van a afrontar un peligro mortal. Él me miró con cara de no entender nada y preguntó por qué llevaba un piolet, si es que no sabía yo que Trotski estaba muerto. Hice ademán de tomar las escaleras, pero el chino se dirigió sin vacilar al ascensor. Le dije que estaba averiado, pero demostró ser un escéptico de primera y apretó el botón de llamada. Yo suspiré y me encogí de hombros antes de entrar en el ascensor con él. Durante el trayecto no nos dijimos gran cosa, tan sólo rechazó la botella de oxígeno que le ofrecí.
En el noveno piso, las paredes refulgían de blanco, como nieve al sol. Me tapé los ojos con una mano, pero el chino hizo como si todo fuera normal y se dirigió a la puerta del yeti. Lo alcancé cuando ya había llamado y enseguida se abrió la puerta.
—Yo no he pedido comida china —dijo el yeti—. ¿Y qué hace usted ahí con un piolet? ¿Es que me ha tomado por Trotski?
El chino protestó. Él tenía un pedido de un Eulalio Ramírez y no pensaba marcharse sin cobrar. El yeti alegó que él no había pedido nada, que se trataba todo de un error. Como esta discusión no servía para mis propósitos, intervine confesando que había sido yo el causante de aquel enredo. Me miraron con severidad, de pronto aliados.
—¿Por qué no sale de mi vida? —se quejó el yeti—. ¿Es que le he hecho algo?
—Sólo quiero hablar con usted —contesté yo en tono conciliador.
—Está bien —suspiró—; pase un momento.
Pagué al chino, susurrándole: «espérame aquí». Me miró como si me hubiera vuelto loco.
Por fin, la guarida del yeti. Donde ningún otro ser humano había estado antes. La verdad es que, bien mirado, era un lugar decepcionante. Parecía el piso de un profesor. De un profesor aburrido, además.
—Bueno, ¿qué quiere de mí? —me preguntó el yeti.
—Sé quién es usted.
—Ya estamos otra vez con lo mismo. ¿Y quién se supone que soy?
—El yeti, claro.
—Pero eso es imposible.
—No lo es, tengo un cuaderno que lo demuestra —le aseguré.
—No, lo digo porque el yeti es usted.
Todo mi mundo se tambaleó ante esta respuesta inesperada. ¿Era yo el yeti? ¿Tenía problemas para aceptarme y le endosaba mi personalidad a otro? De pronto, parecían encajar las piezas.
—¿De verdad soy el yeti? —pregunté con la emoción del que ha encontrado un sentido a su existencia.
—Claro que no, era una metáfora.
—Ah.
—El yeti no existe. Se lo digo yo, que he vivido en Lhasa. Así que se podría decir en todo caso que el yeti vive en nuestros corazones. Yeti somos todos.
—Que no, que es usted el yeti —dije con un hilo de voz.
—No, no lo entiende usted —contestó él, meneando la cabeza—. Yo no soy el yeti, por una razón muy sencilla: soy Trotski.
—¿Cómo dice?
—Ramón Mercader asesinó a un doble. Era la solución más sencilla para que Stalin dejara de perseguirme, puesto que no había lugar seguro para mí en el mundo.
—Pero eso no puede ser. Trotski estaría muerto de todos modos: han pasado muchos años. Además, ni siquiera tiene usted acento ruso.
—Qué poco sabe usted de la vida. ¡Usted, que cree en la existencia del yeti! Si sigo vivo después de tantos años y gozando de buena salud es porque he estado viviendo en la legendaria Shangri-La, donde uno es inmortal. En cuanto a mi acento, tiene también explicación: conocí a Paco Rabal en México, cuando fue a rodar con Buñuel, y se me pegó su forma de hablar castellano. Soy Trotski, ya le digo.
—Es fabuloso —dije con admiración.
—Efectivamente, es fabuloso: porque es todo mentira. Ahora váyase de mi casa y no vuelva.
—¿Entonces no es usted Trotski?
—Claro que no. Pero ha sido una buena historia, ¿verdad?
—Pero…
—Tampoco soy el yeti. Ni el verdadero Panchen Lama. Me llamo Eulalio Ramírez y soy profesor jubilado. No he tenido hijos y me gusta el aeromodelismo. Es así de gris la vida, acéptelo de una vez.
—Pero en el ascensor…
—Ya —me interrumpió—, en el ascensor me di cuenta de que estaba usted mal de la cabeza. Tiene esa mirada propia del enfermo mental. Aunque ahora no sé si está loco o es simplemente infantil, porque es usted sumamente crédulo: está dispuesto a aceptar cualquier historia fantástica con tal de no quedarse con la realidad. A ver si es que va a ser usted Peter Pan.
Y prorrumpió en carcajadas. Carcajadas monstruosas, casi como si quisiera desmentir que no era el yeti. Humillado, salí de allí sin decir nada más.
El falso sherpa se había marchado y además se había llevado la comida. Otra decepción más. Por un segundo pensé en bajar por las escaleras, pero de pronto me sentía muy cansado. Tomé el ascensor.
domingo, 6 de octubre de 2013
sábado, 5 de octubre de 2013
Presentaciones secretas (2)
Como si lo hubieran preparado, tu primera novia se sentó en la última fila y tu novia actual se sentó en la primera.
viernes, 4 de octubre de 2013
Presentaciones secretas
Vinieron, quizá, doce personas a la presentación de tu libro. Pero está bien, pensaste, en el primer concierto de muchos grupos legendarios hubo cuatro gatos. Cómo iba a haber expectación si no te conoce nadie. ¿Es que pensabas que iba a haber colas kilométricas? ¿Que el público se pondría en pie al verte y aplaudiría a rabiar? ¿Que hermosas doncellas vestidas de blanco arrojarían pétalos de rosa a tu paso? Vendiste cuatro ejemplares, que eran cuatro ejemplares más de los que pensabas que venderías, y ya está bien. Fue un éxito modesto, pero enorme en su modestia.
jueves, 3 de octubre de 2013
La agencia de calificación sentimental
Buenas, somos de la agencia de calificación sentimental. Venimos a decirle que su amor acaba de perder la nota máxima. ¿Por qué? Porque ya no hay magia en lo suyo, hombre. ¿Cuándo fue la última vez que se dijeron un «te quiero» sincero? ¿Cuánto hace que no tienen sexo salvaje e íntimo? Ya no se dicen tantas cosas como antes, su mujer y usted son como dos compañeros de piso. Nosotros perdemos entonces la confianza en su relación y consideramos que es mejor invertir en otra parte. Invertir la atención de los vecinos, claro, que son unos cotillas muy ocupados.
miércoles, 2 de octubre de 2013
Historia de la literatura secreta
Hoy presento mi libro. Es una sensación muy extraña. Pienso que, en fin, es algo que quedará, aunque sólo sea por los ejemplares que yo conserve. Podré enseñar el libro a mis hijos (si los tengo) y decirles: «papá fue escritor. Durante una breve temporada, al menos. Luego la vida aplastó sus sueños de juventud. Es por eso que papi bebe tanto y algunas noches llora».
martes, 1 de octubre de 2013
Nueva York
Desde la ventana de mi cocina se ve Nueva York, dijo Alonso en el recreo. Esto de ver América desde una ventana nos pareció muy raro, la verdad. Enrique dijo que desde su cocina se veía un pinar. Sergio admitió que su cocina daba a un patio interior, pero desde su habitación se podía ver el mar (a lo lejos, una línea azul). Todo eso era más normal, pero Alonso se mostró desdeñoso ante estas vistas tan pedestres. No vayáis a comparar esas cosas, rugió, con desayunar contemplando Manhattan. Le preguntamos entonces si nos dejaría ver Nueva York, pero dudó. Contestó que no éramos dignos, que cómo iba a dejar que unos niños de nuestra ralea se asomaran a un mundo superior y neoyorquino. Le suplicamos, pero no dio su brazo a torcer hasta que negociamos una cantidad económica que le pareció aceptable. Eso sí, sólo teníamos dinero para que uno de nosotros viera Nueva York y tuve la suerte de ser el elegido. Yo me asomaría a las calles de la Gran Manzana, que imaginábamos pavimentadas en oro, y les comunicaría mi experiencia a los demás.
El jueves por la tarde fue el día acordado, pues sus padres estarían fuera (Alonso dijo que podía meterse en problemas por compartir Nueva York con personas ajenas a la familia). Entramos sigilosamente en su casa, lo que me parecía totalmente innecesario habida cuenta de que se encontraba vacía en ese momento, pero no discutí, no quería poner pegas que me alejaran del objetivo. La cocina estaba a oscuras, las cortinas cubrían las ventanas. Olía a café y el corazón me latía a mil por hora. Es la cafeína del ambiente, pensé para tranquilizarme. Alonso alargó la mano y descorrió las cortinas. La estancia se iluminó de una luz cegadora, pero unos segundos después mis ojos se adaptaron a la claridad. Me asomé a Nueva York. Vi una calle sucia y un negro que fumaba en una esquina. No había mucho más. El negro se dio cuenta de que lo miraba, escupió en el suelo y me hizo un corte de mangas. Miré a Alonso, que se encogió de hombros y dijo que ese día la ventana estaba sintonizada con Harlem.
El jueves por la tarde fue el día acordado, pues sus padres estarían fuera (Alonso dijo que podía meterse en problemas por compartir Nueva York con personas ajenas a la familia). Entramos sigilosamente en su casa, lo que me parecía totalmente innecesario habida cuenta de que se encontraba vacía en ese momento, pero no discutí, no quería poner pegas que me alejaran del objetivo. La cocina estaba a oscuras, las cortinas cubrían las ventanas. Olía a café y el corazón me latía a mil por hora. Es la cafeína del ambiente, pensé para tranquilizarme. Alonso alargó la mano y descorrió las cortinas. La estancia se iluminó de una luz cegadora, pero unos segundos después mis ojos se adaptaron a la claridad. Me asomé a Nueva York. Vi una calle sucia y un negro que fumaba en una esquina. No había mucho más. El negro se dio cuenta de que lo miraba, escupió en el suelo y me hizo un corte de mangas. Miré a Alonso, que se encogió de hombros y dijo que ese día la ventana estaba sintonizada con Harlem.
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