Pedro Toledo Blanco, poeta y torero, nace en Sevilla en 1918. Miembro de una familia acomodada, recibe una educación excelente, aunque de valores ultramontanos. A la edad de diez años compone sus primeros versos: «En una mañana que no era / me desperté impasible / y sin embargo con hambre». Estos tempranos intentos poéticos no son del agrado del padre, que considera que la literatura es izquierdosa, apátrida y atea. Todo cambia cuando las madres carmelitas responsables de la educación de su hijo le hablan de Santa Teresa de Jesús. A raíz de este episodio, el pequeño Toledo escribe a modo de homenaje: «Vivo sin vivir en mí / vivo en otros que me miran pero no me ven / vivo para desmentir que existo».
La poesía japonesa y otros ámbitos de superación personal se titula la plaquette que, a los dieciséis años, reparte por las iglesias hispalenses para consternación de los feligreses, que no entienden nada. Son años de república, de revuelta en Asturias, años que forman el carácter de Pedro Toledo, que es ya un pequeño ultraderechista. «Las esquinas de las calles son para los amigos que se encuentran, no para las prostitutas», escribe en un poema. Son años también de hormonas desbocadas y primeros amores, pues Toledo se ha enamorado de Pituca, una chica que ha conocido en la iglesia. Es un amor desgraciado y frustrante que amarga a Toledo hasta el extremo de hacerle abandonar la ciudad. Desaparece sin decirle nada a nadie.
Cerca de un año después toma la alternativa en Jaén. Pedro Toledo, torero. El escándalo en la alta sociedad sevillana es mayúsculo. Su familia lo deshereda, pero a él parece no importarle. El mundo taurino aplaude la llegada del nuevo fenómeno de los ruedos. «Por cuatro duros / me juego el pellejo todas las tardes / viviendo sin vivir en mí», escribe.
Entonces estalla la Guerra Civil. Toledo corre raudo a alistarse en el bando franquista a pesar de tener una novia comunista, novia a la que enseguida denuncia a las autoridades. Ella le escribe desde la cárcel suplicándole una ayuda que él desdeñosamente le niega. Pronto es fusilada. Toledo se defenderá después aduciendo que qué sabía él del amor. «Además», añadirá, «estaba demasiado ocupado pegando tiros en el frente, yo también me enfrentaba a pelotones de fusilamiento todos los días en las trincheras».
Pedro Toledo torea con buena fortuna a la muerte. Franco entra en Madrid. Toledo decide entrar en la historia, aunque todavía no sabe cómo hacerlo. Funda una revista de poesía y tauromaquia: El minotauro. Pero escasea el papel y escasean los lectores, los españoles están más interesados en comer que en leer poemas sobre sangre y arena. Son años de carestía.
Rusia es culpable, proclama Serrano Suñer un día de verano de 1941. Alemania ha invadido la Unión Soviética e innumerables voluntarios falangistas se alistan en la División Azul, entre ellos Pedro Toledo, que ve en esto una llamada del destino. Participa en el cerco a Leningrado, que resiste al ejército nazi. Ese invierno Toledo ve la aurora boreal y, según él, a Dios en una isba. «Ningún hombre es una isba», escribe, «sino, en todo caso, una corrala que contiene multitudes vociferantes». El frío, los partisanos, el hambre, todo se une para hacer de Rusia un infierno. Los contraataques soviéticos son constantes y el ánimo de los españoles comienza a decaer, a pesar de los intentos de Pedro Toledo por mantener alta la moral. «Dejadme los T-34 a mí, que los toreo», grita en medio de la batalla, pero el humor no es suficiente para derrotar al Ejército Rojo, que poco a poco hace retroceder a los invasores. En 1943 son repatriados los soldados españoles, pero Toledo no sigue a sus camaradas. Henchido de anticomunismo, ingresa en las SS y se dispone a matar o morir por el Reich de los mil años. «Creo sinceramente que Hitler es el hombre de la Providencia», le escribe a un amigo, «aunque le haya copiado el bigote a Charlot para disimular». Desaparece en la batalla de Berlín, como un Bormann español, pero reaparece en un campo de prisioneros en Siberia. «Soy Pedro Toledo, poeta», declara a un sargento ucraniano que no le presta la menor atención.
Muere corneado por un yak al que intentaba torear para distraer a sus compañeros de cautiverio.
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