Estaba en la postbienal de jóvenes creadores de Europa y del Mediterráneo, en Salamanca. Era viernes por la noche y, en un ambiente de camaradería admirable, nos embriagábamos de bar en bar. Yo no tenía la sensación de haber bebido demasiado, pero de pronto hay lagunas en el continuo espaciotemporal. Primero estoy en un bar rodeado de artistas y acto seguido estoy caminando por las calles mojadas de Salamanca (había llovido unas horas antes). Me he despedido a la francesa (creo) y ando decidido por una ciudad que no conozco. Pero todo esto lo veo como en un sueño y llego a la conclusión de que estoy en el albergue dormido y paseando únicamente de forma onírica. Un sueño en el que no soy piloto, sino un simple espectador. Un sueño angustioso, pues tengo ganas de llegar en él al albergue y dormir al cuadrado.
Caminando de esta extraña manera (seguramente con cara de lelo), se termina de pronto la tierra, pues estoy mirando el suelo desde una altura considerable. Pero hay césped abajo, pienso. Y esto es un sueño, así que no puede pasarme nada. Salto. Y tiene que ser un sueño, ya que caigo a cámara lenta. De pie, pero trastabillo y acabo dándome un costalazo, aunque no siento ningún dolor (cómo iba a sentirlo, si estoy soñando). Me doy cuenta de que me he manchado los pantalones a la altura de las rodillas. Maldito césped húmedo.
Me dirijo a un edificio cercano. He llegado al albergue, pienso, y busco una puerta que me lleve al interior. Aquí hay otro salto espaciotemporal: de pronto estoy dentro, aunque no sé cómo he entrado. Busco mi habitación, pero me muevo por salas oscuras de lo que parece un sótano. Pruebo con todas las puertas que voy encontrando, pero algunas se abren y otras no. Llego a la primera planta, en la que amplios ventanales dejan pasar la luz de las farolas. Me encuentro de golpe con un guardia de seguridad, que, alarmado ante mi presencia, empieza a gritarme. Que qué hago aquí, me pregunta. Que cómo he entrado. Es un tipo grande, calvo, corpulento. Pero no me intimida, que yo sólo voy a mi habitación y así se lo digo. Me mira como si pensara que soy un loco peligroso, pero con tranquilidad le digo que estoy en la habitación cinco e intento abrir una puerta. Me detiene. Me dice que aquí no hay ninguna habitación, que cómo he entrado. Le digo que no lo sé, pero que estoy en la habitación cinco, ¿acaso no estamos en el albergue Lazarillo de Tormes? Esto no es el albergue, tío, me responde con enfado, ¿cómo has entrado? No lo sé, digo, e intento abrir otra puerta. No me vaciles, tío, no me vaciles, contesta él. Yo pienso: este sueño es muy raro, seguro que puedo despertar si abro esta puerta (es la salida a la realidad). Pero no se abre y el guardia de seguridad está cada vez más atónito.
El guardia me dice que espere ahí, que va a llamar a la policía. Yo asiento, pero cuando se marcha me encamino con naturalidad en dirección contraria a él. Al fondo hay unas puertas de cristal que llevan al exterior. Empiezo a correr, creo que feliz. De pronto, el vozarrón ronco del vigilante, que aúlla: ¿pero qué haces, tío? Llego a las puertas y empujo con la fuerza que da una pesadilla, pero no es suficiente: apenas logro separarlas lo suficiente para sacar un brazo. Como un loco, le grito al guardia de seguridad: hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta. Como si fuera una plegaria o algo así. Enseguida está encima de mí y me asesta unos manotazos al hombro y la espalda. Me tiendo bocarriba en el suelo, levanto la mano en señal de rendición y le digo: habitación cinco. Que aquí no hay habitaciones, que te has equivocado, que el albergue está al otro lado de la ciudad, dice. Yo sigo tendido, disfrutando cómodamente de la horizontalidad.
Otro salto en la narración. El vigilante y yo estamos en el exterior, junto a la puerta, y llegan dos coches de policía. El guardia de seguridad abre la verja y me lleva junto a los policías. Son cuatro, pero uno de ellos pasa dentro del recinto con el vigilante. Qué sueño más raro, pienso. Y coñazo, yo quiero soñar otra cosa. Pero no hay manera, por más que lo intente. Uno de los policías me pregunta con muy malas maneras cómo he entrado. Respondo con total sinceridad que no lo sé. Otro policía interviene también con brusquedad y me espeta que no les vacile. Qué fue de lo del poli malo y el poli bueno, me pregunto, pero contesto simplemente que no les vacilo, que no lo recuerdo, ¿es que no ven que he bebido? El tercer policía exige que me deje de historias. Me acerco un poco más en señal de paz para explicarles que no soy ningún maleante, pero el primer policía me coge del brazo y me empuja al suelo, gritándome que me siente. En el programa ese de la tele no son tan agresivos, pienso durante un segundo, pero levanto las manos y le repito: muy bien, estoy sentado, estoy sentado, aunque el tipo sigue empujándome, como si pretendiera que me sentara de una forma determinada que no consigo adivinar. Luego me pide (reclama, más bien) el DNI. Se lo doy. Procede a interrogarme brevemente. Que qué hago en Salamanca. Le cuento lo de la postbienal. Que por qué he entrado ahí. Le digo lo del albergue. El segundo policía dice que eso está muy lejos, en la otra parte de la ciudad. Yo pregunto en qué dirección. Con desgana, señala con el dedo. A mí se me pasa por la cabeza que me acercarán, como en las películas, pero no, en su lugar estamos en silencio durante un rato porque me mandan callar, un rato en el que no dejo de pensar que es uno de los peores sueños que he tenido en mi vida. Finalmente me dejan ir. Les vuelvo a preguntar la dirección del albergue, me la dan, pero sin ningún gesto que indique que van a apiadarse de un ciudadano en problemas. Empiezo a andar hacia allí y durante un par de minutos me siguen lentamente, pero se cansan y aceleran. Estoy de nuevo solo.
Calles que se parecen todas. Calles interminables. Calles oscuras y solitarias (¿no es viernes, no sale nadie, qué hora es?). Creo que cruzo el río Tormes por un puente, pero no estoy seguro. Voy diciéndome: ya está bien, Míchel, despiértate ya, tengo ganas de descansar. Me abofeteo. Luego, me abofeteo de nuevo. Me miro la pernera derecha, manchada de verde en la rodilla. Me digo: controla el sueño, es tu imaginación, al fin y al cabo; venga, al doblar esta esquina, estarás en la calle del albergue. Porque llegar al albergue es despertar. Pero doblo la esquina y es una calle que no me suena de nada. Una calle silenciosa, en la que es imposible que viva alguien. Y así varias veces. De pronto veo un taxi y decido pararlo. Y decido pararlo poniéndome en mitad de la carretera, con las manos en alto. A pesar de esto, se detiene.
Lo siguiente es que el taxi para frente a la puerta del albergue. El taxista sonríe y me comenta algo que no entiendo bien, pero se parece a: para eso estamos, hombre. Creo que pago, entro en el albergue, la recepción está a oscuras, pero hay un tipo con gafas atendiendo. Arrastrando las palabras, digo (¿cuántas veces ya esta noche?): habitación cinco. Asiente, busca la llave y me dice: ya hay alguien dentro. Durante un instante pienso que claro, que estoy yo allí soñando todo esto, pero se refiere a uno de mis compañeros de habitación. Voy para allí, entro, me descalzo junto a la cama y subo a mi litera.
A la mañana siguiente, desperté vestido en la cama (con las gafas puestas). Aparté el edredón y, efectivamente, tenía una mancha verde de césped en la rodilla derecha.
3 comentarios:
Hijo mío, qué pedazo de cogorza.
Lo suyo es volver al otro sitio, de día, para no morir con la curiosidad de saber QUÉ COÑO ERA.
(¿Qué coño era?).
me he sentido muy identificado, salvo por los policías.
Muy fuerte.
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