Háblame de la grandeza de tu dios, que se alimenta de la sangre de inocentes. Háblame de la grandeza de tu dios, que requiere de sicarios. Háblame de la grandeza de tu dios, que tienes que gritarla para acallar cualquier posible pensamiento.
5 comentarios:
Anónimo
dijo...
Háblame tú de la grandeza de tu no-Dios, que digas lo que digas hará oídos sordos.
Como si los dioses (cualquier dios) le prestara oídos a alguien o a algo (incluso si existieran) (que no, hagan el favor de no darle más vueltas y crezcan de una vez: NO existen los dioses: el que mata por ellos mata por nada).
Crezca usted: ni su forma de entender el mundo es la única que existe, ni se halla en posesión de la verdad absoluta. Quien mata por Dios, mata porque es un asesino, igual que si mata por cualquier otra razón.
Desde un remoto sitio que han llamado Argentina les comparto "Un problema", de Jorge Luis Borges
Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote. En el texto leemos que el héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote.
Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre, Don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y Don Quijote no saldrá nunca de su locura.
Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don quijote—que ya no es Don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán—intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo.
5 comentarios:
Háblame tú de la grandeza de tu no-Dios, que digas lo que digas hará oídos sordos.
Hombre, precisamente una de las ventajas que tiene ser ateo es no hablarle a la nada.
Como si los dioses (cualquier dios) le prestara oídos a alguien o a algo (incluso si existieran) (que no, hagan el favor de no darle más vueltas y crezcan de una vez: NO existen los dioses: el que mata por ellos mata por nada).
Crezca usted: ni su forma de entender el mundo es la única que existe, ni se halla en posesión de la verdad absoluta. Quien mata por Dios, mata porque es un asesino, igual que si mata por cualquier otra razón.
Desde un remoto sitio que han llamado Argentina les comparto
"Un problema", de Jorge Luis Borges
Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote. En el texto leemos que el héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona Don Quijote.
Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre, Don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y Don Quijote no saldrá nunca de su locura.
Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don quijote—que ya no es Don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán—intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo.
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