lunes, 7 de octubre de 2013

El yeti

La primera vez que vi al yeti fue en el ascensor. Se hacía llamar Eulalio Ramírez, tenía setenta años y era profesor emérito en la universidad, pero a mí no consiguió engañarme con su disfraz de vecino: lo reconocí al instante, pues soy un apasionado de la criptozoología desde hace años. Como pude, disimulé mi sorpresa al ver entrar a esa criatura legendaria que me saludó con una inclinación de la cabeza y pulsó el botón del noveno piso. Yo pulsé el tercero, pero despacio, con calma, que nunca se sabe cómo van a reaccionar los animales salvajes, y menos aquellos cuya existencia no reconoce la comunidad científica.
El ascensor era viejo y subía muy despacio, pero esto me venía fenomenal. Me daba más tiempo para estudiar con disimulo al abominable hombre de las nieves. Iba vestido de forma vulgar, como si no quisiera llamar la atención, con una gabardina gris. Llevaba gafas, pero no era suficiente para ocultar su identidad. Me pareció bastante feo, aunque no sé mucho de belleza masculina. Tenía una abundante cabellera cana y una barba agreste del mismo color. En las descripciones que había leído de él parecía más fuerte, pero se le notaba en forma; todo lo en forma que puede estar alguien que pretende hacerse pasar por un anciano. Llevaba unas bolsas de la compra, lo que explicaba que cogiera el ascensor en vez de subir las escaleras, pues todo el mundo sabe que el yeti es un experto escalador, sí, pero es complicado trepar cuando se tienen las manos ocupadas. Estaba claro que había bajado al valle a por víveres y ahora volvía a su guarida en la cumbre.
Yo, la verdad sea dicha, en ese momento tenía algunas dudas. Principalmente, me preguntaba por qué el yeti había abandonado el Himalaya. Quizá por el cambio climático, me dije. O por la colonización china del Tíbet: el exceso de población había provocado seguramente la desaparición de su hábitat natural y no había tenido más remedio que emigrar. De esto no hablarían jamás los medios, claro; el Dalái Lama era el único exiliado que interesaba.
Por muy lento que fuera el ascensor, íbamos a llegar ya a mi piso y allí seguía yo sin mover un músculo, apretado en tan estrecho espacio junto al abominable hombre de las nieves. Era imperdonable desperdiciar así una oportunidad como aquella. Me armé de valor y le dije:
—Está empezando a hacer frío, ¿verdad?
Él me miró brevemente, con poco interés, pero respondió con suma cortesía:
—Sí, hay que abrigarse ya.
El yeti tenía acento de Murcia. Concretamente, me recordaba a Paco Rabal. Esto me sorprendió tanto que ya no supe qué decirle y, antes de darme cuenta, estaba de vuelta en mi piso, preguntándome si quizá el yeti había aprendido castellano viendo películas de Paco Rabal que algún accidentado alpinista español había dejado en las montañas. ¿Pero por qué un alpinista iba a llevar películas en la mochila? ¿Y en qué formato? ¿Tenía el yeti reproductor de DVD? Era todo un gran misterio.
Fue la casera quien me dijo qué nombre utilizaba el yeti, así como su edad y ocupación. Me contó también que se había mudado hacía poco tiempo; al parecer, había regresado a España tras estar trabajando unos años en Lhasa por un acuerdo entre universidades. El yeti había pensado en todo con esa estupenda coartada, me dije. En todo menos en mí, que me dediqué desde entonces a espiar sus movimientos, sus costumbres de animal oculto para la zoología convencional, sus entradas y salidas del edificio. Fue bastante aburrido, francamente. No salía mucho. Se suponía que era profesor emérito en la universidad, pero nunca se acercó a ella. Sólo bajaba a veces a hacer la compra en el supermercado de la esquina. Yo me fijaba en lo que compraba y lo anotaba en un cuaderno. La dieta del yeti. Curiosamente, era vegetariano, cuando uno esperaría que un primate de su tamaño se alimentara con algo más contundente, sobre todo cuando te conocen como «abominable». Igual era por disimular, pensé. ¿Quién me decía a mí que no se escapaba de vez en cuando y atacaba al ganado del vecindario? Ganado que, como mucho, consistía en perros y gatos, claro.
También me fijé en la prensa que compraba. Prensa de derechas. El yeti es conservador, anoté en el cuaderno.
Siempre tomaba el ascensor. Era como si nunca bajara la guardia, como si sospechara que lo estaban espiando. Era un animal astuto y huidizo, sin duda; eso explicaba que aún no hubiera sido descubierto por el mundo y se le siguiera considerando sólo una leyenda. Yo lo observaba con atención en un intento de apreciar una lucha interna entre su instinto y la cautela, pero disimulaba de forma admirable: nunca dudaba, no le dedicaba ni una mirada a las escaleras, se dirigía sin vacilar al ascensor, pulsaba el botón del noveno piso y desaparecía de mi vista. Para permanecer oculto, para sobrevivir en este nuevo entorno hostil, iba contra su naturaleza y se negaba a escalar, era evidente.
Todo esto se prolongó por espacio de un mes y lo cierto es que me estaba cansando. No podía esperar eternamente a que el yeti cometiera un error que me permitiera llamar a la prensa para comunicar mi descubrimiento al mundo, así que decidí provocarle. Siempre es arriesgado provocar a un animal salvaje, es cierto, pero correría ese riesgo por el bien de la ciencia. Lo abordé en el ascensor, para que no pudiera escapar. Él en ese momento estaba echándole un vistazo al periódico, lo que era perfecto: estaba distraído, podía sorprenderlo con la guardia baja. Pulsé el botón del tercer piso y el ascensor se puso en marcha. Le escuché refunfuñar algo de política y entonces ataqué.
—Me pregunto si está buena la carne de yak —dije, sin más, como si fuera la cosa más normal del mundo.
—No está mal, un poco dura —murmuró él.
—¿Pero no es usted vegetariano?
Levantó la vista del periódico y me miró con suspicacia.
—¿Y usted cómo sabe eso? —me preguntó.
—Sé muchas cosas de usted —contesté con una sonrisa que pretendía ser de superioridad.
—¿Es que acaso me está espiando?
—¿Es que tiene algo que ocultar?
Me miró con furia y empecé a asustarme. Asesinado por el yeti por temerario, pensé. Decidí jugármela.
—Sé quién es usted.
—¿Ah, sí? —dijo él con enfado—. Eso es muy apropiado, puesto que yo también sé quién es usted: un majadero.
—Oiga, sin faltar, que yo no le he llamado nada —repuse.
En ese instante llegamos al tercer piso y las puertas del ascensor se abrieron. Abandonar en ese momento era claramente un fracaso, pero el yeti colaboró dándome un empujón y conminándome a que lo dejara tranquilo. No quise tentar más a la suerte ese día y decidí que ya habría otra oportunidad para intentar que confesara. Pero no la hubo. El yeti, de súbito, dejó de salir a la calle. Le he puesto en alerta, pensé. O eso o se preparaba para hibernar, que se aproximaba el invierno. Quizá por eso ya no necesitaba comprar alimentos. En cualquier caso, me venía fatal. ¿Esperar hasta la primavera? Podían pasar muchas cosas en todo ese tiempo. No, sólo había una solución, por imprudente que fuera: ascender a la cima. Adentrarme en la guarida del yeti.
Una ascensión así, por supuesto, es algo que hay que planear cuidadosamente. Lo primero fue dirigirme a una tienda de artículos deportivos donde adquirí unas botellas de oxígeno, ya que era muy posible que el aire del noveno piso estuviera enrarecido a causa de la altitud. También compré una mochila amplia y cómoda para llevar las provisiones. Y un piolet, lo que hizo que el dependiente me recordara jocosamente que Trotski llevaba muchos años muerto.
Cuando tuve todo preparado para la aventura, llamé a un restaurante chino y encargué un rollito de primavera, arroz tres delicias y pollo agridulce para Eulalio Ramírez, noveno piso, puerta C. Necesitaba un sherpa y decidí que era lo más parecido que podía encontrar.
El chino llegó a los quince minutos. Yo estaba esperando en el portal del edificio y le di la mano con la camaradería de los que van a afrontar un peligro mortal. Él me miró con cara de no entender nada y preguntó por qué llevaba un piolet, si es que no sabía yo que Trotski estaba muerto. Hice ademán de tomar las escaleras, pero el chino se dirigió sin vacilar al ascensor. Le dije que estaba averiado, pero demostró ser un escéptico de primera y apretó el botón de llamada. Yo suspiré y me encogí de hombros antes de entrar en el ascensor con él. Durante el trayecto no nos dijimos gran cosa, tan sólo rechazó la botella de oxígeno que le ofrecí.
En el noveno piso, las paredes refulgían de blanco, como nieve al sol. Me tapé los ojos con una mano, pero el chino hizo como si todo fuera normal y se dirigió a la puerta del yeti. Lo alcancé cuando ya había llamado y enseguida se abrió la puerta.
—Yo no he pedido comida china —dijo el yeti—. ¿Y qué hace usted ahí con un piolet? ¿Es que me ha tomado por Trotski?
El chino protestó. Él tenía un pedido de un Eulalio Ramírez y no pensaba marcharse sin cobrar. El yeti alegó que él no había pedido nada, que se trataba todo de un error. Como esta discusión no servía para mis propósitos, intervine confesando que había sido yo el causante de aquel enredo. Me miraron con severidad, de pronto aliados.
—¿Por qué no sale de mi vida? —se quejó el yeti—. ¿Es que le he hecho algo?
—Sólo quiero hablar con usted —contesté yo en tono conciliador.
—Está bien —suspiró—; pase un momento.
Pagué al chino, susurrándole: «espérame aquí». Me miró como si me hubiera vuelto loco.
Por fin, la guarida del yeti. Donde ningún otro ser humano había estado antes. La verdad es que, bien mirado, era un lugar decepcionante. Parecía el piso de un profesor. De un profesor aburrido, además.
—Bueno, ¿qué quiere de mí? —me preguntó el yeti.
—Sé quién es usted.
—Ya estamos otra vez con lo mismo. ¿Y quién se supone que soy?
—El yeti, claro.
—Pero eso es imposible.
—No lo es, tengo un cuaderno que lo demuestra —le aseguré.
—No, lo digo porque el yeti es usted.
Todo mi mundo se tambaleó ante esta respuesta inesperada. ¿Era yo el yeti? ¿Tenía problemas para aceptarme y le endosaba mi personalidad a otro? De pronto, parecían encajar las piezas.
—¿De verdad soy el yeti? —pregunté con la emoción del que ha encontrado un sentido a su existencia.
—Claro que no, era una metáfora.
—Ah.
—El yeti no existe. Se lo digo yo, que he vivido en Lhasa. Así que se podría decir en todo caso que el yeti vive en nuestros corazones. Yeti somos todos.
—Que no, que es usted el yeti —dije con un hilo de voz.
—No, no lo entiende usted —contestó él, meneando la cabeza—. Yo no soy el yeti, por una razón muy sencilla: soy Trotski.
—¿Cómo dice?
—Ramón Mercader asesinó a un doble. Era la solución más sencilla para que Stalin dejara de perseguirme, puesto que no había lugar seguro para mí en el mundo.
—Pero eso no puede ser. Trotski estaría muerto de todos modos: han pasado muchos años. Además, ni siquiera tiene usted acento ruso.
—Qué poco sabe usted de la vida. ¡Usted, que cree en la existencia del yeti! Si sigo vivo después de tantos años y gozando de buena salud es porque he estado viviendo en la legendaria Shangri-La, donde uno es inmortal. En cuanto a mi acento, tiene también explicación: conocí a Paco Rabal en México, cuando fue a rodar con Buñuel, y se me pegó su forma de hablar castellano. Soy Trotski, ya le digo.
—Es fabuloso —dije con admiración.
—Efectivamente, es fabuloso: porque es todo mentira. Ahora váyase de mi casa y no vuelva.
—¿Entonces no es usted Trotski?
—Claro que no. Pero ha sido una buena historia, ¿verdad?
—Pero…
—Tampoco soy el yeti. Ni el verdadero Panchen Lama. Me llamo Eulalio Ramírez y soy profesor jubilado. No he tenido hijos y me gusta el aeromodelismo. Es así de gris la vida, acéptelo de una vez.
—Pero en el ascensor…
—Ya —me interrumpió—, en el ascensor me di cuenta de que estaba usted mal de la cabeza. Tiene esa mirada propia del enfermo mental. Aunque ahora no sé si está loco o es simplemente infantil, porque es usted sumamente crédulo: está dispuesto a aceptar cualquier historia fantástica con tal de no quedarse con la realidad. A ver si es que va a ser usted Peter Pan.
Y prorrumpió en carcajadas. Carcajadas monstruosas, casi como si quisiera desmentir que no era el yeti. Humillado, salí de allí sin decir nada más.
El falso sherpa se había marchado y además se había llevado la comida. Otra decepción más. Por un segundo pensé en bajar por las escaleras, pero de pronto me sentía muy cansado. Tomé el ascensor.

1 comentario:

Microalgo dijo...

¡Eh, eh, no nos spoileree Usted el libro, que queremos leerlo!