Fallecí a las cinco de la tarde, con puntualidad británica. Mi inesperada muerte me vino fatal, pues tenía un montón de planes para esa semana, planes que dejaron de importar cuando un infarto fulminante acabó con mi vida mientras veía un documental sobre antílopes.
Fue mi mujer quien encontró el cadáver. «Antonio», dijo, como si esperase que fuera a responder, como si pensara que estaba fingiendo mi muerte para gastarle una broma. Ya me habría gustado, pero no podía mover ni un músculo, aunque por el olor estaba claro que había aflojado los esfínteres al fallecer. Cómo podía oír y oler después de muerto era un misterio para mí, pero qué sabía yo de la otra vida, claro. Mi mujer se echó a llorar y entre hipidos farfulló algo de facturas sin pagar. Siempre tan práctica.
Luego llamó a mi hija. Que tu padre se ha muerto viendo un documental de animales, le dijo. Claudia se echó a llorar también y se quejó amargamente de que ya nunca podría decirme lo mal padre que había sido.
Llamaron a un médico, que certificó mi muerte, y a un sacerdote, que dijo algunas palabras en latín sobre mi cadáver. Me pregunté si el cura tendría contactos para ir al Cielo, que estar en el sofá asistiendo a todo esto no coincidía con mi idea del Paraíso. Seguramente era un cura de tercera división, ya podría haberme tocado un obispo, ya, o un cardenal, o el Papa, que tiene línea directa con el Señor y puede reservar buenos asientos para la Eternidad.
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