viernes, 28 de agosto de 2009

Del romanticismo

No suena ningún timbre, pero, como por ensalmo, Anselmo abre la puerta y se encuentra a un señor vestido con ropajes del XIX.
—Hola, soy el amor —dice el desconocido.
—¿Y qué quiere? —pregunta Anselmo, impasible.
—Que llames a Berta y le digas que la amas.
—¿De buenas a primeras?
—Claro, con decisión.
—¿Y si me dice que ella a mí no?
—Subes la apuesta y le recitas un poema improvisado.
—¿Y si se ríe?
—Dices que vas a insistir hasta que se rinda. Que tu amor será como la campaña de bombardeos contra la Alemania nazi. Que acabarás con su industria armamentística, sus ciudades, su red de transportes. Que no vas a ser un desconocido o un amigo más, sino que sólo aceptas la rendición incondicional.
—¿Entonces la tengo que enamorar por desgaste?
—Nada mina más la voluntad que el amor, amigo mío. Claro que puede ser la suya o la tuya, a saber.

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