miércoles, 4 de diciembre de 2019

Érase una vez

Érase una vez un reino en el que vivía un empren-dador que se dedicaba con ahínco a su misión vital: crear riqueza y empleo. Esto no lo hacía por motivos egoístas como podría pensar alguien sin valores (que hubiera una demanda de productos que él podía cubrir a cambio de valiosos florines era del todo irrelevante), sino por mera vocación. Era el ciclo de la riqueza, como había aprendido en la Alta Torre de Economía con el Gran Maestro Amán-Thio Ohrtegga. Los empren-dadores creaban riqueza de la nada absoluta y luego la distribuían desde sus bolsillos entre la sociedad del reino según unas fórmulas arcanas que no podían revelarse al vulgo. Todo iba bien en el reino hasta que el nuevo Gran Visir decidió cobrar un diezmo a los empren-dadores con la endeble excusa de que así podrían financiarse importantes infraestructuras, como por ejemplo contratar más sanadores para atender a los enfermos. Esto era un grave insulto. ¿Cómo empren-dar en estas condiciones? No sólo arrebataban a los empren-dadores la dicha de la eventual caridad, también querían perturbar el ciclo natural de la riqueza, lo que sin duda acarrearía grandes calamidades para todos. Se agostarían los campos. Se morirían los recién nacidos en las cunas. Se secarían las treinta y cinco fuentes del monte Ibex. Diríase que el Gran Visir deseaba expulsar a los empren-dadores y obligarlos a marchar a las remotas tierras de oriente para crear riqueza con gran dolor y llanto allí. No podía tolerarse semejante injusticia. El empren-dador se reunió con el sabio monarca, que de inmediato ordenó ejecutar al abyecto y diabólico Gran Visir, renovando de este modo la antigua y sagrada alianza entre la Corona y los nobles empren-dadores, que continuaron por muchos siglos más con su hermoso y benigno proceder.

1 comentario:

Ikana dijo...

Es un cuento curioso