Madame Retourner, la famosa médium, se toca los senos; según ella, es una forma de atraer a los espíritus. Y a los que no somos espíritus, contesta Frank Enstein, violinista judío especializado en tocar sobre tejados (por su excelente acústica).
—Bien, ¿con quién quiere hablar? —dice ella ignorando su comentario—. ¿Elvis? ¿Napoleón? Puedo hacer que venga Napoleón a hablarle de Austerlitz cantándolo con la voz de Elvis. Pero eso le costaría un poco más.
—No, si yo quiero hablar con mi madre.
—No me sea edípico, que ya tiene usted una edad. Madre no hay más que una, sí, pero hay espíritus más interesantes.
—Bueno, que se ponga entonces mi psiquiatra.
Madame Retourner entra en trance, que es lo que se espera de ella. Haciendo gala de síndrome de Tourette, masculla diversos juramentos que a Frank Enstein no le suenan a hebreo. La espiritista se agita en el asiento en su invocación a los muertos y, con la voz de ultratumba propia de una señora que fuma demasiado, anuncia:
—¿Quién perturba el descanso de los difuntos?
—Doctor Macoute, soy yo: Frank.
—¿Qué Frank? ¿Mi casero?
—No, soy su paciente. Enstein. Por cierto, usted no tenía casero.
—Ah. Es la muerte, que es un constante estado de confusión. ¿Sigues tomando tu medicación, Frank?
—Hace mucho que no. Pero no he venido a hablarle de eso. ¿Recuerda que usted me acusaba de ser demasiado crédulo? Adicción a los zodiacos, la parapsicología y las supercherías, eso decía. ¿Pues quién se ríe ahora?
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