jueves, 16 de abril de 2009

Las puertas de la percepción

En un bar, de madrugada. Las mujeres bailan, los hombres mueven la cabeza. Un amigo me dice que Paula se ha marchado cinco minutos antes de que llegara yo. «Una metáfora de mi vida», contesto, aunque sé que me repito mucho y que creo que el mundo gira en torno a mí. Otro amigo me cuenta sus experiencias con peyote en el desierto mexicano. «De pronto era como si la percepción se hubiera abierto y pudiera ver las cosas en su plenitud». «Sí, infinitas», le interrumpo yo, y recito a William Blake, muy en mi papel. Estamos todos muy borrachos, es nuestra defensa. Me sigue contando y me dice que estuvo hablando con un perro. «Conecté con él, yo le miraba y notaba que me entendía, le cambiaba el rostro; decía algo polémico y el perro gruñía, mostraba enfado; hablaba de algo positivo y el perro se calmaba». Genial, yo quisiera hablar así con mi perro. Es más, quisiera hablar así con algún ser humano.
Días después, Alba me cuenta que pasó unos días en una cabaña y pensó: «en esta cabaña podría vivir Míchel». Es natural, yo también me veo de anacoreta, una mezcla de Salinger y Unabomber. «Había buitres», me dice, y yo me acuerdo del episodio mexicano, porque erróneamente creía que ella estuvo de vacaciones en Almería, en el desierto, pero no, estuvo en el campo, en la sierra, en algún sitio bucólico. Luego hablamos de mi famosa carta. «Siempre igual, Míchel: enamorado del amor», me recrimina con cariño. «Qué va, si estoy muerto por dentro, ya tendrías que saberlo», y se me ocurre que yo debería vivir en una cabaña en el desierto, tomar peyote y hablar con los buitres.

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