martes, 10 de febrero de 2009
Odontología aplicada
Voy al dentista. Mi dentista de antes murió trágicamente de un infarto, pero su hijo ha heredado los pacientes. La enfermera (o asistente dental, en el caso de que exista algo así) se empeña en llamarme «Grabiel», pero yo sonrío como si ese fuera mi nombre. Mi dentista es argentino, lo que no es demasiado sorprendente teniendo en cuenta que su padre también lo era. Sin conocernos de nada, me mete los dedos en la boca y empieza a tocarme la dentadura, como si yo fuera un esclavo y quisiera comprobar que valgo lo que piden por mí. Me fijo en que la enfermera, una chica de ojos tristes y algo entrada en carnes, le mira continuamente; enseguida me imagino que está enamorada de él y que es un amor no correspondido, aunque en cierta ocasión echaron un polvo en la consulta, ella se hizo ilusiones y él le rompió el corazón, porque «no fue más que un calentón, cariño, además, yo estoy casado». Como si quisieran confirmarme todo esto, él le pregunta: «¿Está bien mi Dulcinea?». Ella responde con cierta brusquedad: «supongo que sí; no ha llamado». Luego me parece oír a la enfermera sollozar quedamente hasta que él dice, no sé si con segundas: «Lourdes, necesito succión». Y yo asisto a todo esto con la boca abierta, como si fuera gilipollas.
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