miércoles, 26 de noviembre de 2008

Asesinos

Enciendo un cigarrillo como apago una vida. Y lo contrario. A la hora de morir se ve lo que de verdad vale un hombre. Que es casi nada, se lo puedo decir. Algunos se ponen bravos, pero son los menos. La mayoría suplica, patalea, llora, como si eso fuera a funcionar con alguien. Es un regreso a la niñez, el miedo infantiliza. «Mamá, mamá», incluso dice alguno. Como si la madre fuera un ser divino que pudiera salvarle. «Que venga tu madre y le damos también matarile», les contesto yo, «pero antes nos divertiremos un poco con ella». Imbéciles. Lo mejor es guardar silencio, se lo digo yo. Todo lo que digas puede ser utilizado en tu contra, porque, vamos a ver, ¿qué demonios puedes decir cuando te van a matar? Algo inteligente, algo que importe. Ya le puedo decir yo que a nosotros nos importa un pimiento que el condenado nos declame un poema o nos diga la lista de la compra. Nos da lo mismo. En todo caso, esperamos que nos divierta, nada más, no que nos convenza de nada. Bastantes cosas tenemos en las que pensar como para que venga un desgraciado a darnos el coñazo.

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