A veces me pongo a pensar en mis amigos o conocidos y me parece que todos ellos evolucionan, crecen, o maduran -elijan el término que prefieran-, mientras que yo no lo hago. Tengo la sensación de ser el mismo de siempre, de no haber cambiado en todos estos años. Por el contrario, ellos han hecho algo con su vida. Lo cual no siempre es necesariamente bueno, claro. Hablemos de dos personas en concreto: una de ellas era el típico chico marginado al que alegremente extorsionaban los matones del instituto y al que las chicas ignoraban (si eran simpáticas) o despreciaban (si eran antipáticas). Vamos, que era como yo, pero más alto. Al ir a la universidad perdimos el contacto, pero las veces que lo vi me lo encontré muy cambiado: ya no llevaba gafas, vestía y actuaba como un chulo putas, fumaba (aunque lo de empezar a fumar con 20 años me parece bastante tonto) y me dio la impresión de que se había transformado en un triunfador o, al menos, en un vividor, que siempre es una buena opción. Sin embargo, una vez me confesó que seguía siendo virgen, que nunca había tenido una relación que durase más de un besuqueo y que las mujeres se le seguían dando fatal. Así, resultó que seguía siendo aquel chico marginado, sólo que disimulaba. Y además seguía siendo más alto que yo.
La otra persona era el típico bala perdida que no tenía más objetivos en la vida que divertirse. Hasta que conoció a una chica extremadamente religiosa. Entonces cambió, encontró a Jesús y pasó a ser un hombre serio y formal que da charlas sobre la Biblia a jóvenes descarriados (me gustaría estar inventándomelo, pero no es así) y bebe cerveza sin alcohol. Terminó la carrera en sólo 3 años. Lo último que supe de él es que estaba valorando la opción de entrar en el seminario y servir a Dios. Creo que la novia le animaba.
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