Con la intención absurda de que alguien me lea, dono un par de libros de mi autoría a una biblioteca. La amable bibliotecaria me informa de que los aceptan, sí, pero hay un condicionante: si nadie los saca en préstamo en el plazo de un año, se desharán de ellos. Es una condena a muerte asegurada, pero me consuelo con la idea de que al menos les queda un año de vida a los pobres.
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