Cuando murió mi padre, me invadió una desolación absoluta, una tristeza como no había sentido nunca porque por primera vez me enfrentaba a lo irreparable. La ingenuidad nos lleva a menudo a creer que ya hemos vivido situaciones para las que no hay vuelta atrás, pero la diferencia con aquellas era que siempre cabía una posibilidad de arreglarlo, por remota que fuera. Con las rupturas amorosas pasa esto, por ejemplo. Recordé cuando Alba me dejó, casi veinte años atrás, y lo desgraciado que me sentí al abandonar su casa y bajar por la calle llorando como un niño pequeño mientras pensaba: ya nunca más subiré esta cuesta. En mi inocencia de chaval sin ninguna experiencia, estaba totalmente convencido de que aquello era irreparable, aunque existía una pequeña esperanza irracional. Quién sabía, tal vez volvíamos a estar juntos con el tiempo, muchas parejas vuelven (no las mías, pero no nos salgamos del argumento). ¿Por qué no iban a cambiar las cosas dos o tres años después? ¿Por qué no iba a ser posible recuperar lo perdido? Sin embargo, ante el cadáver de mi padre no había sitio para ideas parecidas. No iba, quizá, con suerte, a volver a la vida en dos o tres años. No podías trabajar en ello y ser optimista. Sólo sentir la inutilidad completa de tus anhelos y un dolor insondable.
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