Me llamaron de la compañía aérea. Habían encontrado mi maleta, dijeron, y podía pasar a recogerla cuando quisiera. Qué maleta, pregunté yo, que no recordaba haber perdido ninguna y que además hacía año y medio que no viajaba en avión. Una que extravió en su viaje a Budapest, me contestaron. Pero yo a Budapest viajé hace cinco o seis años, repuse. Sentimos las molestias, se limitó a decir la voz al otro lado del teléfono antes de colgar.
Al día siguiente, fui al aeropuerto a recoger la maleta. Era de un color verde terroso y la recordaba someramente. Sí, había viajado con ella en el pasado, me parecía. Quizá a Grecia, con Elena. Quizá no. Pero estaba registrada a mi nombre y por lo tanto me pertenecía o, al menos, la había heredado de mi yo anterior.
No la abrí nada más llegar a casa, lo que hice fue depositarla sobre la cama y mirarla durante un largo rato. La maleta permaneció en silencio, como era de esperar. Luego fui a la cocina a prepararme el almuerzo, que tomé con tranquilidad mientras en la tele hablaban de catástrofes al otro lado del mundo.
Después de dormir la siesta, abrí por fin la maleta. Me sentí como un intruso, un cotilla que fisgaba el equipaje de un extraño. Pues eso era aquello: el equipaje de alguien que ya no recordaba ser, aunque sí reconocí mi letra en un bloc de notas que encontré entre dos camisas bastante horteras. Notas de alguien que fui. O notas de un impostor que se hacía pasar por mí en el pasado.
5 comentarios:
eres genial.
(aunque me repita)
Si es que cuando al pasado le da por volver...
Los unos mismos del pasado son siempre impostores.
El pasado siempre vuelve.
Y dé gracias a que no se la devuelven llenita de droga y lo encarcelan.
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