El desierto. Un HOMBRE se guarda arena en los bolsillos. Lo hace una y otra vez, afanosamente. Aparece un PROFESOR. Lleva un salacot.
PROFESOR: Buenas tardes.
HOMBRE: Buenas tardes.
PROFESOR: ¿Qué hace?
HOMBRE: Calor.
PROFESOR: No, me refiero a qué hace usted.
HOMBRE: Recojo arena. Para después.
PROFESOR: Qué enigmático es usted; parece ruso.
HOMBRE: No me consta serlo. ¿Y usted? ¿Qué se le ha perdido por aquí?
PROFESOR: El tiempo.
HOMBRE: Qué respuesta tan típica.
PROFESOR: Es culpa del autor, que es perezoso.
HOMBRE: No me diga.
PROFESOR: Sí. Pero porque no cobra lo suficiente.
HOMBRE: Eso se lo ha hecho decir el autor.
PROFESOR: Sí, lo confieso. Pero el autor merece un trato mejor.
Saca una pancarta que dice: «Libertad para el autor». Se escuchan tímidos aplausos entre el público. Tres aplausos, para ser exactos. Y una tos.
HOMBRE: Bueno, ya basta. ¿Conoce la salida del desierto? Ya no me cabe más arena en los bolsillos.
PROFESOR: Cualquier dirección lleva fuera del desierto. Eventualmente.
HOMBRE: Como filósofo es usted pésimo.
PROFESOR: No he dicho que sea filósofo.
HOMBRE: Pero lleva usted un salacot. Como Hegel.
PROFESOR: No recuerdo que Hegel llevara salacot.
HOMBRE: Vale, da igual. ¿A qué se dedica entonces?
PROFESOR: Invento leyendas africanas.
HOMBRE: ¿Leyendas africanas?
PROFESOR: Sí, están muy solicitadas en las conversaciones de café europeas. Yo las invento y luego las vendo. Al fin y al cabo, ¿qué sabe la gente de tradiciones africanas? Pero a los intelectuales de salón les encanta pontificar.
HOMBRE: Ya veo, hace usted un servicio a la sociedad occidental.
PROFESOR: Sí. La última que he escrito va de Dios y un elefante, ¿quiere que se la cuente?
HOMBRE: No, gracias; yo soy más de leyendas asiáticas.
PROFESOR: Qué calamidad, de ésas no sé nada.
HOMBRE: Mejor.
Aparece de pronto una hermosa MUJER vestida de manera provocativa.
MUJER: ¡Soy la salida del desierto!
El público, esta vez de forma unánime, se levanta y abandona la sala, dirigiéndose a la taquilla para exigir la devolución de su dinero.
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