A las siete de la tarde, Pedro Temblor salió de su casa con destino incierto. Había soñado que era un hombre lobo, pero un hombre lobo domesticado; es decir, había soñado que era un hombre perro. Un
homo lupus familiaris. De pronto se notaba poseído por un hambre canina (y por un hirsutismo que iba en contra de los cánones de belleza metrosexual). Olisqueó los culos de las desconocidas con las que se cruzaba, lo que provocó agrias quejas por parte de éstas (y de algún marido que otro), y finalmente salió corriendo detrás de un coche que pasaba por allí.
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