Me disponía a dormir, como cada noche (soy así de poco original), pero antes pasé por el cuarto de baño a lavarme los dientes. Estaba enfrascado en esa tarea (y mirándome en el espejo y echando de menos la juventud perdida) cuando me pareció escuchar una voz diciendo: «Hola, ¿hay alguien ahí?». Pensé que sería esquizofrenia y que, por lo tanto, era mejor no responder (si ignoras a la enfermedad mental, quizá ésta pase de largo), pero la voz insistió:
—Oiga, respóndame, que le estoy escuchando; sé que está ahí.
Suspiré (rociando de pasta dentífrica el espejo), me enjuagué la boca y finalmente dije:
—Buenas noches. ¿Qué tal está usted?
—Bien, gracias. Pero acérquese al retrete, que no le escucho bien.
Obedecí, aunque no me parecía buena idea. Si me vieran mis conocidos, pensé, hablando con la taza del váter.
—¿Me oye ahora mejor? —pregunté.
—Sí, gracias. Ya no hacen los retretes como antes, maldita era digital. La recepción de los últimos modelos es pésima.
—No lo sé, es la primera vez que me comunico a través de uno. A todo esto, ¿con quién tengo el placer de hablar? No será el diablo, espero.
—Qué ridiculez. No me diga usted que cree en el diablo —contestó, severa, la voz del retrete.
—En este momento estoy dispuesto a creer en cualquier cosa.
—Pues no soy el diablo, no. Soy un mero bibliotecario en el centro de la Tierra. Pero la gente ya no lee, ¿sabe? Siempre está vacía la biblioteca. Así que a veces me acerco a la tubería a escucharle en sus tareas. Me gusta pensar que no estoy solo, que hay alguien en el mundo exterior que también se aburre, como yo.
—Protesto; yo no me aburro, tengo una vida plena.
—No es cierto, se le nota siempre aburrido. Arrastra los pies con desgana, se lava los dientes con parsimonia. A veces, habla usted solo. Para mí resulta de lo más interesante, pero está claro que usted se aburre.
—Vale, lo admito. Pero es que estoy tan solo. Tenía una mujer, pero me abandonó por un inspector de hacienda.
—Lo sé, lo escuché en su día.
—Fue todo tan traumático. Desde entonces, vivo en la absoluta soledad. Y es tan aburrido jugar al Trivial solo, no se lo imagina usted.
—Sí que me lo imagino, ya le he dicho que suelo escucharle. Y falla usted tantas preguntas.
—Es usted cruel. Además de un mirón.
—Un oyente, seamos fieles a la realidad. Pero perdóneme por mi falta de tacto.
—No se preocupe. Dígame sólo una cosa: ¿cómo es el centro de la Tierra?
—Está muy mal iluminado. Quizá por eso no viene nadie a la biblioteca.
—Vaya.
—Sí.
Nos quedamos en silencio un rato. A mí me habían entrado ganas de mear, pero quizá era de mala educación hacerlo en ese momento, así que decidí mear luego en el jardín.
—Creo que me voy a la cama, tengo bastante sueño —dije al fin.
—Está bien. Yo tengo que barrer, que se acumula el polvo. Ya hablamos.
—Hasta mañana.
Y tiré de la cadena.
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