Y me tiro toda la noche corrigiendo poemas que, en fin, no hay quién los salve, pero hay que intentarlo por el gesto estético o por el qué dirán o por vete tú a saber qué. Luego, por la mañana, voy en el tren dando cabezadas de pie con el fruto de tantas horas de trabajo absurdo bajo el brazo.
Finalmente acabo entregándoselo a un agradable funcionario que lo sella todo y guarda los poemas en un cajón. Para el jurado. Ya le llamaremos. Circule.
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