sábado, 8 de agosto de 2009

Los amantes aparentes

Esperando el ascensor, me dice que no puede vivir con este estrés, que qué pasa si alguien nos ve, que cómo justifica el quedar conmigo y ocultarlo.
—Mira —le digo yo—, si quieres sentirte culpable, yo estoy más que dispuesto, pero no tiene sentido que lo pases mal cuando no hacemos nada.
Ella me mira muy seria y contesta:
—Yo también estoy dispuesta, pero no tengo un sitio donde vernos o un horario razonable.
Yo trago saliva y opto por bromear un poco.
—Es que esto nuestro es como ser amantes, pero sin lo bueno, que es follar.
Ella me manda callar con un gesto perentorio, como si temiera que algunas de las personas que también esperan el ascensor fueran espías a sueldo de su pareja.
—Es mejor que te vayas, no me esperes —me dice con aire triste cuando se abre la puerta del ascensor y entra en él con el carrito del niño.
Yo salgo del edificio, pero me quedo en la entrada, cavilando. Qué haría un ganador, me pregunto, pero enseguida me respondo que cualquier cosa. Es el cantante, no la canción, que decía Mick Jagger. Así que me quedo porque la verdad es que la veo muy poco y tengo que aprovechar las oportunidades que se me brindan.
Me siento junto a una rampa de acceso para minusválidos y saco un libro para hacer más amena la espera. Un rato después, aparece ella y se encuentra con una imagen muy familiar, yo creo que me recuerda siempre con un libro en la mano («ya podría recordarme desnudo y entre sus piernas», pienso durante un segundo).
—Estaba convencida de que te habías marchado —dice.
—Iba a hacerlo, pero es que te veo muy poco. Además, no tengo nada que hacer esta mañana.
Ella sonríe. Le propongo que demos un rodeo para que no nos vea ningún conocido suyo. Asiente y nos vamos.

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